*Dos magistradas y un magistrado podrían devolverle la libertad mañana mismo y comenzar, así, a revertir la injusticia que ha padecido por siete años.
Ciudad de México, 24 de enero de 2018. A Carolina, la hermana del mazahua Sergio Sánchez Arellano, no la abandona la idea de que su madre murió esperando justicia para su hermano, ni de que la culpable de que esté en la cárcel es la falta de dinero. La familia teme que ni siquiera una contundente resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, dictada a favor de Sergio en octubre de 2017, logre echar atrás la injusta condena a 27 años por un homicidio que no cometió, en un proceso legal con la consabida fabricación de un culpable que, esta vez, fue él.
Esta desconfianza tiene asidero en la experiencia. A lo largo de los siete años de cárcel, la familia ha visto cómo quienes poseen recursos económicos suficientes sí logran demostrar su inocencia. Por el contrario, su familia debe hacer esfuerzos extraordinarios para sostenerse y acompañarlo, y ha sufrido impactos como el abandono de la primaria de los cinco pequeños hijos de Sergio para aportar económicamente en la difícil situación.
Sergio lo resume así, cuando se le pregunta por qué cree que lo detuvieron e inculparon sin bases: “Pues seguramente fue por mi apariencia”, dice, al tiempo que con la mano repasa sus rasgos indígenas. Es inevitable hacer el paralelismo de la situación de Sergio con la de Jacinta, Alberta y Teresa, mujeres hñähñú que debieron luchar más de diez años para que su inocencia fuera reconocida públicamente, después de ser condenadas injustamente por el supuesto secuestro de policías.
Así, la familia Sánchez Arellano, que emigró a la Ciudad de México para sobrevivir con la venta ambulante de dulces y chucherías, ha padecido un proceso legal en el que la libertad parece escapárseles de las manos por cuestiones absurdas, acentuadas por la pobreza que les impidió seguir pagando una defensa privada que le diera mayores oportunidades que las que ofrecen los defensores públicos, siempre agobiados por la excesiva carga de trabajo y las malas condiciones en que ejercen su labor.
El caso es tan paradigmático que Amnistía Internacional lo incluyó en uno de sus informes. Después de ser detenido frente a su casa, en su puestecito de dulces, Sergio fue condenado por un juzgado de la Ciudad de México con base únicamente en el reconocimiento ilegal de una persona, en el que ni siquiera hubo un defensor presente para el mazahua. Aunque su defensa apeló la decisión, el Tribunal Superior de Justicia validó la sentencia.
Ya siendo defendido por el Centro Prodh, Sergio presentó un amparo y el Noveno Tribunal Colegiado en Materia Penal del Primer Circuito tomó el asunto. De una forma paradójica, las magistradas y el magistrado integrantes del tribunal determinaron que tanto la detención como el supuesto reconocimiento de la testigo a Sergio fueron ilegales, pero lo mantuvieron en prisión bajo una sola prueba, alegando que el hecho de que la misma persona –que posteriormente sería despedida de su trabajo por mentir en cuestiones concernientes a otras declaraciones como testigo en otros juicios-haya reiterado el reconocimiento ilegal ante el juez era suficiente.
El asunto llegó a la Primera Sala de la Suprema Corte, que sin dudarlo determinó que el tribunal colegiado debía invalidar todas las pruebas derivadas del reconocimiento ilegal y otras que se refirieran a ella; también precisó que se debían revisar las restantes pruebas partiendo del principio de la presunción de inocencia, lo que implica que si hay dudas sobre su participación, Sergio debe ser absuelto.
Ya que las pruebas restantes solamente demuestran que hubo un homicidio y señalan cómo se dio –como la diligencia de levantamiento de un cadáver y la autopsia-, y en ningún caso se relacionan con la participación de Sergio, lo más esperable es que el tribunal acate lo dictado por el Máximo Tribunal del país y así Sergio recupere su libertad
Una resolución respetuosa de los derechos humanos de Sergio, en el sentido de lo dictado por la Corte, comenzaría a revertir una de las injusticias más frecuentes contra los integrantes de los pueblos indígenas, vulnerabilizados por la pobreza: su condena a ser chivos expiatorios en un sistema incapaz de impartir justicia. Lo contrario solamente confirmaría lo expresado por Carolina: “Si tuviéramos dinero, mi hermano ya no estaría en prisión”.
*Artículo publicado originalmente en Animal Político