* Mario Patrón Sánchez, director del Centro Prodh
Ciudad de México, 09 de diciembre de 2018. El cambio del partido en el gobierno –sobre todo cuando ocurre de una forma tan contundente– obliga a hacer una reflexión sobre el estado de las cosas en el país y las posibilidades que se abren para el futuro. Una mirada desde los derechos humanos nos permite, además, abordar aspectos que tocan de manera inmediata, profunda y definitoria la vida concreta de millones de personas.
El punto de partida ineludible es el desastre que impera. Sin duda, aunque no se les identificara así, las falencias y omisiones en la protección de los derechos humanos marcaron de manera indeleble al gobierno saliente y, en muchos sentidos, precipitaron la alternancia.
Desde el Centro Prodh hemos advertido cuatro componentes de esta crisis, que deberá ser enfrentada en el sexenio que nace y que es herencia del anterior. El primero de ellos es la macrodelincuencia. El segundo componente es la corrupción. Las graves violaciones a los derechos humanos son el tercer componente de la crisis. La impunidad es el cuarto factor de este desastre.
En este contexto, no es de extrañar que la inseguridad y la violencia sigan al alza en México. Del gobierno de Felipe Calderón Hinojosa al de Enrique Peña Nieto, la estrategia de militarización continuó y siguió sin brindar los resultados esperados. 2018 se convirtió en el año con el mayor número de homicidios dolosos, con una cifra superior a 28 mil 500 víctimas y con un promedio de casi cuatro víctimas por hora, de acuerdo con el Sistema Nacional de Seguridad Pública (SNSP).
El gobierno de Andrés Manuel López Obrador hereda esta crisis. Para hacerle frente es fundamental atacar las causas de la desigualdad y la pobreza, como acertadamente se ha anunciado; pero también contener la violencia y fortalecer el Estado democrático de derecho. Lleva razón el presidente López Obrador cuando pide paciencia. Retos de esta dimensión y el colapso de la institucionalidad estatal no se revertirán en corto plazo. El problema, empero, es que quienes han vivido directamente los impactos de la violencia ya han esperado demasiado sin alcanzar un mínimo de justicia y verdad.
En esta situación tan compleja, algunos compromisos iniciales del nuevo gobierno son alentadores. Por ejemplo, el decreto presidencial para el caso Ayotzinapa. Sumado a otras medidas de justicia transicional, alcanzar la verdad en Ayotzinapa, sea cual sea, puede traer un amplio beneficio colectivo.
Al mismo tiempo, otros anuncios del nuevo gobierno han generado preocupación. De concretarse la creación de una Guardia Nacional como el eje central de la política de seguridad, podría ser una nueva etapa de profundización de la militarización de la seguridad pública. Llevamos 12 años en los que distintos gobiernos han tomado decisiones como ésta sin debatir ni considerar los datos empíricos o los elementos diagnósticos asociados al despliegue castrense. Sería al menos deseable que de ahora a marzo –fecha anunciada para la consulta en el tema– sea posible debatir el modelo de seguridad y que como mínimo se incluyan en cualquier diseño mecanicismos de transparencia, de rendición de cuentas y de controles internos y externos frente al uso de la fuerza.
No podemos olvidar que tanto la Suprema Corte de Justicia de la Nación como los propios estándares internacionales coinciden en señalar que el uso de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública debe ser temporal, excepcional y subsidiario. Tampoco podemos soslayar que México enfrentará próximamente dos sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que sin duda reforzarán estas exigencias, como lo son las resoluciones que se emitirán en los casos Atenco y Alvarado, que precisamente se refieren al modelo de seguridad y a los controles democráticos aplicables tanto a las policías como a los militares.
El peso de lo inercial no debe sofocarnos: México debe y puede cambiar; en ello, los derechos humanos pueden ser un importante punto de apoyo.
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