Ciudad de México, 05 de abril de 2018. En las últimas semanas, Jalisco ha estado en la mira por sucesos que son reflejo de lo que pasa en México: el alarmante crecimiento de la desaparición, que genera una masividad de víctimas.
El 19 de marzo fueron desaparecidos en Tonalá Daniel Díaz, de 20 años, Javier Salomón Aceves, de 25, y Marco Ávalos, de 20, estudiantes de cine. De acuerdo con testimonios, su detención y posterior desaparición fue realizada por personas que se identificaron como elementos de la Fiscalía estatal. El 31 de enero habían desaparecido en Tecalitlán tres ciudadanos italianos: Raffaele Russo, su hijo Antonio Russo y su sobrino Vincenzo Cimmino. Antonio y Vincenzo lograron comunicarle a un familiar que estaban siendo detenidos por policías municipales, quienes declararon que los entregaron al crimen organizado.
Resulta inevitable pensar en lo ocurrido en Tierra Blanca, Veracruz, y en los normalistas de Ayotzinapa, que comparten la característica de ser jóvenes a quienes las instituciones del Estado les han fallado, jóvenes a quienes funcionarios no sólo no los protegieron, sino que los desaparecieron. Y aunque sería de esperarse que el largo camino recorrido por las familias de personas desaparecidas, la reciente entrada en vigor de la Ley General en la materia y la generación de exigencias en casos específicos hubieran dejado precedentes en la investigación y búsqueda inmediata con vida de las personas, la realidad nos muestra las autoridades no han cambiado en nada.
Hemos observado en estos días cómo dos aspectos esenciales de las diligencias a desarrollar en materia de desaparición siguen sin ser cumplidos. El primero está relacionado con los momentos iniciales en los que se tiene conocimiento de una posible desaparición, con mayor razón cuando hay indicios de participación de elementos estatales. Estos instantes son primordiales para la búsqueda. En el caso de los estudiantes se sabe que el número 911 no fue capaz de ofrecer atención; en el caso de los italianos, una mujer que atendió el teléfono de la policía de Tecatitlán habría ofrecido información sobre la detención en una primera llamada, pero en la segunda habría negado todo.
El segundo aspecto tiene que ver con la legalidad de la detención de personas posiblemente vinculadas y que podrían proporcionar información sobre lo sucedido; ello implica que las aprehensiones se realicen con respeto a los derechos a la libertad personal, defensa adecuada e integridad personal, entre otros. Esto parecería obvio pero no lo es; basta recordar el reciente informe de la ONU sobre el caso Ayotzinapa, que demuestra la existencia de un patrón de tortura en personas sobre las cuales descansó la hipótesis inicial de la PGR. El hecho de que en el caso de los italianos los policías que “confesaron” ya han alegado actos de tortura podría tener como consecuencia que se haya investigado con información no certera, pues las personas torturadas comúnmente no declaran la verdad sino lo que el torturador quiere.
No debemos olvidar que la información existente indica la participación de elementos estatales, lo que activa un tipo de investigación distinta. Parecería que podrían existir más elementos que permitan obtener información más ágilmente al tener control sobre los agentes, pero ese mismo aspecto puede representar un obstáculo mayor debido a la colusión entre el crimen organizado y funcionarios que pueden manipular las líneas de investigación.
Jalisco no ha escapado a la compleja red ilícita de la macrocriminalidad, que conduce en una de sus ramas a la desaparición de personas. El ombudsman local, Alfonso Hernández Barrón, advirtió que la Fiscalía General del Estado da cuenta de 3 mil 206 personas desaparecidas hasta octubre del pasado año.
Esto nos remite a pensar en dos momentos que propician y permiten las desapariciones; uno de ellos es el acto mismo de la desaparición, en donde agentes estatales la cometen o la permiten; el segundo es cuando las investigaciones no se realizan debidamente, incluyendo el retardo injustificado en actuaciones importantes, el deficiente uso de tecnología, el empleo únicamente de confesiones o bien la pasividad con la que se conducen las diligencias que buscan determinar responsabilidades, incluyendo la de mandos superiores.
Así, la naturaleza de las instituciones ha sido desvirtuada: existen agentes estatales haciendo trabajo “propio” de empresas criminales, mientras existen fiscalías débiles que encubren o participan de las graves violaciones a derechos humanos. En suma, la inseguridad y la corrupción son conducidas por redes macrocriminales en un ambiente propicio para violar derechos humanos. Los recientes acontecimientos confirman que Jalisco se ha insertado en esa realidad.
Frente a la luz de esperanza representada por una sociedad que exige, denuncia, coadyuva con las autoridades y busca a sus familiares con sus propios medios, tenemos un Estado que no ofrece respuestas a la grave crisis en cada vez más extensas regiones de México. La vida de Daniel, Javier, Marco, Raffaele, Antonio, Vicenzo y de 3 mil personas más sigue dependiendo de la actuación de estas autoridades. No podemos dejar de exigir que los funcionarios cumplan con su trabajo y que, de forma inmediata, se den los pasos para lograr fiscalías que sirvan para lo que fueron creadas.
*Artículo publicado en Animal Político