*Opinión
Por Simón Hernández León/Centro Prodh/@simonhdezleon
“Un ejercicio de la democracia radical en la calle, en la casa, en la cama, capaz de combinar la democracia representativa con ampliaciones efectivas de la democracia directa. Enérgica en la distribución de derechos y responsabilidades. Ávida de coherencia entre legalidad y legitimidad…”
Horacio Cerutti
México, DF.- El desalojo del campamento de la CNTE (Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación) del Monumento a la Revolución ha generado opiniones de la más variada índole. Algunas festejando vigorosamente la “recuperación” por parte del Estado de un espacio público tras 115 días de su ocupación. La virulencia contenida en los discursos que celebran este hecho como algo similar a un botín de guerra arrancado a alguien que parece asemejarse a un “enemigo interno”, conduce a reflexionar si vivimos en una sociedad incluyente y democrática o en una autoritaria capaz de justificar los actos de violencia más extremos.
EL 2013 fue el año de la “reforma educativa” que detonó el conflicto político-social con el magisterio sindicalizado, particularmente con la CNTE, disidencia del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), considerada la organización gremial más grande de América Latina y pieza fundamental en el esquema corporativo del régimen priista que gobernó durante décadas el país. Año también de la defenestración de Elba Esther Gordillo, líder histórica del SNTE y persona cercana al establishment del “Priato”, que a través del tiempo ha mutado para seguir siendo lo mismo: una estructura política monolítica con alta concentración de poder en la figura del Ejecutivo que domina de forma absoluta a los otros poderes del Estado. Un régimen corporativo y vertical en el que personas como Gordillo pueden pasar del encumbramiento y de la impunidad institucional a la persecución del régimen.
Defino la reforma educativa como conflicto político-social porque, independientemente de los argumentos a favor y en contra, ha derivado en un problema inconcluso en el que uno de los actores es el Estado. Sin embargo, mediante cortes temporales arbitrarios, la focalización del conflicto, la sobreexposición de la protesta de la CNTE y la potenciación del discurso oficial, la protesta termina siendo un fenómeno escindido y sin causalidad.
El reduccionismo analítico al desacreditar la protesta, centrado en las expresiones más visibles e inmediatas y no en las causas y posibles soluciones, elude la responsabilidad del Estado antes y durante la misma que invisibiliza puntos fundamentales: la protesta es un fenómeno político-jurídico complejo que históricamente ha sido un factor de dinamización del campo social, de defensa y conquista de derechos y democratización de la vida pública. Es un derecho y a la vez un instrumento para la defensa de éstos y para muchos grupos, es el único mecanismo funcional para dar cauce a sus demandas.
Destacar el valor de la protesta no es una apología a la violencia a, en este caso, las acciones específicas de la CNTE. El planteamiento es de mayor amplitud. Al rescatar su importancia histórica, política, cultural y jurídica y romper la tensión dual entre protesta buena y mala se evidencia la lógica de bandos a la que acude al Estado cuando habla de “recuperación” como reminiscencia de un lenguaje bélico y de lo que eso representa: la aniquilación de un “enemigo”. Quienes acuden a la fórmula histórica del “estado de derecho” sin más para justificar la acción –en mi opinión represiva del Estado–, olvidan cómo surgió el ordenamiento jurídico vigente en México: como producto de una revolución armada. ¿No es entonces la protesta importante en la vida democrática?
La criminalización y la judicialización de las movilizaciones sociales vacían su contenido político y esencializan la protesta como violenta. Quienes la llevan a cabo son caracterizados negativamente desde una lógica dicotómica. Con discursos y acciones que buscan garantizar el “orden interno”, defender la “unidad” o mediante el recurso de apelar a las “mayorías” que reclaman medidas drásticas, se reeditan las doctrinas de seguridad nacional que definieron la línea ideológica de las dictaduras latinoamericanas o los totalitarismos.
El que protesta pasa de ser un ciudadano inconforme o disidente en el mejor de los casos, a un ente trasgresor de la ley, incómodo, estéticamente desagradable, incluso subversivo. En esa dualidad orden-caos se le considera un “enemigo”. Y el enemigo es “todo aquello que amenaza la seguridad propia: lo diferente. Lo diferente demostraría la presencia del caos. Por consiguiente: defender el orden es eliminar lo diferente”, como lo teorizó Lechner al analizar la dictadura chilena.
Resulta alarmante que tras el desalojo del campamento de la CNTE el domingo 5 de enero muchos de los discursos imperantes –hegemónicos en términos gramscianos– fueron relativos a la “recuperación”, a la necesaria “limpieza” del Monumento a la Revolución; a la acción decidida del Estado contra revoltosos intransigentes, a la mano dura, al imperio del derecho. La “recuperación” no es sólo física, también está llena de simbolismos. Por ello la discursividad aséptica es alarmante: conduce a la justificación de cualquier acto contra los “mugrosos”, lo que es posible sólo en una sociedad que ha construido un ethos criminalizante contra el que protesta, una caracterización que emerge desde la sociedad, los medios de comunicación y el Estado y que expresa el nivel de internalización de un discurso que bordea peligrosamente el odio y la aniquilación.
No puedo obviar mi simpatía y defensa de la protesta social como ejercicio necesario de reconocimiento de las propias subjetividades, incluso a nivel anecdótico: en agosto pasado, antes del desalojo del campamento de la CNTE del Zócalo, abrí las puertas de mi casa a un grupo de maestros que se guarecían de una lluvia pertinaz: lejos de las verdades construidas sobre los “flojos” “ignorantes” o “profesionales de la violencia” (re)descubrí a personas sensibles, con argumentos sobre su lucha, conocedores de la historia nacional y con una profundidad analítica sobre el campo político. También he dialogado con personas que defienden la reforma, buscando la comprensión de argumentos que no comparto o de los que dudo, como la calidad o la evaluación como panaceas. Al final, es inevitable no cuestionar la reforma –y debatir también sobre las movilizaciones– si se asume el tema desde una perspectiva estructural.
Sin embargo, los fundamentos –reales o de una comunidad política ilusoria– sobre los que descansa la convivencia democrática en México se erosionan a pasos agigantados. La distancia práctica de la máxima del liberalismo ilustrado condensada en la frase: “no estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo” de Voltaire, verificada por los discursos peyorativos y triunfalistas de algunos sectores sociales y la justificación de la acción como “necesaria” por el Estado, muestran nuestra real condición y la aceptación de violencias intolerantes contra los que protestan. Tendencia alarmante que conduce inevitablemente a la normalización de un estado de excepción (paradójicamente legalizado, pero al tiempo fuera del derecho) y asumir como necesaria la intervención estatal sin límites. A rehabilitar el homo sacer del que habla Agamben, en el que los seres humanos están sometidos a un control biopolítico y sus vidas se encuentran a disposición del poder soberano, del poder sin más.
Por ello, la discusión sobre la protesta ha desbordado el campo de lo jurídico. Es ya un debate sobre la convivencia social, el poder político y la democracia. Es una cuestión vital para la sociedad. Es una reflexión sobre los discursos, las prácticas y las relaciones de poder que se generan en su interior. Si pretendemos una sociedad democrática debemos asumir de forma radical el disenso y la protesta más que reclamar con intolerancia la limpieza de plazas, el retiro de gente fea, holgazana, improductiva, rijosa o cualquier otro prejuicio imaginado y posible. Es tiempo de rehabilitar-construir una praxis democrática regida por la maximización de derechos, la diversidad y la inclusión. Una democracia que recorra todo el campo social y cada una de las actividades humanas. Una democracia viva en la que sea desterrada la discursividad aséptica y la política de excepción.