*Columna
Por Araceli Olivos Portugal/Centro Prodh
México DF.- Para algunos de nosotros, la penalización de ciertas conductas rechazadas por la sociedad (o un alto porcentaje de ella con poder de legislar bajo la falsa premisa de la representación democrática) es una forma de deslindarse de la responsabilidad siempre primigenia que tanto el Estado como nosotros, en tanto colectivo fallido, tenemos en la deconstrucción del ser humano.
La persecución y posterior sanción penal de dichas acciones u omisiones requiere una afirmación absoluta, es decir fehacientemente comprobada, de que existe una conducta reprobable y de que alguien la cometió. Ello supondría una investigación científico-policial profesional, seria y objetiva y un procedimiento penal que conlleve el pleno respeto de las garantías del debido proceso legal.
Siendo así, el hecho perseguible debe encuadrar perfectamente con la descripción y los elementos que de él integra el legislador, ni más ni menos. Es lo que comúnmente conocemos como “el cuerpo del delito”. A partir de esto entendemos la necesidad casi siempre injustificada, de tipificar con tal creatividad un sinnúmero de conductas.
En México, acontece que el Ministerio Público realiza una investigación casi siempre plagada de regularidades. Si existió en realidad un delito no allega los elementos de prueba necesarios para acreditarlos: no conserva escenas del crimen, atemoriza a testigos en lugar de solicitar su participación, realiza una vaga interpretación de los hechos y deja de atender a las víctimas.
Esto genera algunos posibles escenarios: 1) cuando se denuncia un delito no realiza investigaciones serias; 2) clasifica los delitos bajo un tipo penal distinto al que realmente se cometió y; 3) fabrica de delitos. En un sistema como el nuestro en el que las actividades de la autoridad investigadora son mínimas, la invención de delitos o de responsables es altamente viable, pues los jueces están acostumbrados a bajos estándares probatorios.
Por otro lado, la responsabilidad penal es un requisito fundamental y delicado, pues implica someter a una persona a este proceso de rechazo social, político y jurídico, que además tiene como principal escarmiento, en gran parte de los casos, la privación de nuestro derecho a ser libres. En este camino, pueden existir causas que justifiquen el ilícito y que excluyan su persecución; a modo de ejemplo: la falta de voluntad, la legítima defensa, el estado de necesidad o incluso la ignorancia.
Sin embargo, lo que encontramos pepenando dentro de este sistema corrupto y discriminatorio de injusticia penal, es que a fin de alcanzar una percepción social de seguridad a través del castigo, los responsables son casi siempre los mismos: quienes han sido marginados por todas y todos, quienes no pueden defenderse. Por el contrario, cuando el hecho ilícito es cometido por un servidor público, la acreditación de la responsabilidad penal parece ser aún más complicada, vale la pena detenernos a pensar por qué.