Por Javier Hernández Alpízar
En ocasiones hay que volver a decir lo obvio, para que no se diluya en la imagen de lo normal, mejor dicho, de lo normalizado. Las violaciones a los derechos humanos son perpetradas fundamentalmente por el Estado, principalmente porque su visión de cómo debe estar ordenado el país, la nación, impone un modelo de desarrollo injusto, que deja los beneficios en pocas manos pero socializa los costos. Es importante no olvidarlo porque el fin de sexenio trajo de nuevo el discurso presidencial de las cuentas alegres, pero también las iniciativas de última hora, mejor dicho, las reformas que pretenden ser aprobadas al cuarto para finalizar el periodo de gobierno.
Un síntoma que debe generar sospecha es que una de las voces más difundidas en los medios acerca de la reforma laboral que el titular del poder Ejecutivo envió a los legisladores, la cual están obligados a discutir y votar antes del 30 de septiembre, es la del Consejo Coordinador Empresarial. Lo que los patrones (al menos de quienes tienen empleo, pero indirectamente también de quienes se autoemplean vendiendo al menudeo, pues finalmente sus mercancías son producidas en las empresas) destacan es la competitividad; pretenden darle seriedad al argumento diciendo que la reforma laboral, en caso de aprobarse, permitiría al país avanzar 30 lugares en la lista del Reporte Global de Competitividad del Foro Económico Mundial. Lo cual es preocupante, porque muestra quién evalúa, y con qué criterios, la política laboral del Estado mexicano.
Entonces, el problema del desempleo, del subempleo y la informalidad, la precarización del empleo y de las condiciones de vida de las y los trabajadores, así como el hecho de que el deterioro del poder adquisitivo del salario obligue a quienes pueden hacerlo a trabajar más tiempo por menos ingresos, no son asumidos como responsabilidad de un gobierno federal cuyo titular del poder Ejecutivo arribó con el lema: “presidente del empleo”. La culpa es depositada en el chivo expiatorio de la ausencia de una reforma laboral.
Pero la solución propuesta puede profundizar y extender el mal, porque si actualmente muchos trabajadores en México operan sin contrato, sin prestaciones, ni garantías, la reforma podría formalizar esa precaria relación laboral legalizando el outsourcing, la contratación por horas o a prueba, todo tipo de flexibilizaciones y facilidades que favorecen a los empleadores pero siguen desprotegiendo a los empleados.
Independientemente de que no estén aprobados en las leyes, esos esquemas de trabajo precario ya operan. El gobierno del DF, según denuncias de trabajadores, tiene subempleados mediante el sistema outsourcing. Casos así se multiplicarían porque lo permitiría la ley. De tal suerte, incluso medidas que han sido defendidas como garantes de la libertad sindical y otros derechos, pueden, en conjunto, materializar una violación al derecho a un empleo digno y remunerador, y en consecuencia, a otros derechos laborales, económicos y sociales, como los derechos a la alimentación, la salud y la vivienda digna.
Sintomático de las intenciones profundas de la reforma y sus consideraciones argumentativas es que los derechos de los trabajadores sean vistos como un obstáculo que impide la generación de empleos, la productividad, la competitividad y otras maravillosas promesas patronales. ¿Qué clase de empleos pretenden crear si para hacerlo exigen leyes que formalicen la precarización?
Si el Estado mexicano complace a los grandes empresarios con una reforma laboral que legaliza las prácticas del empleo precario y el subempleo, estará dando carta libre a la violación masiva de derechos humanos de las y los mexicanos, irónicamente durante el llamado mes de la patria.