Por Javier Hernández Alpízar
Además de una novela o el personaje que le da nombre, Pedro Páramo es un país, un páramo seco donde la saliva se seca y el calor nos acosa como si estuviéramos en el purgatorio, donde la estructura de la realidad es punitiva, caciquil y fatalista. Pedro Páramo es la personificación de Comala.
Juan Preciado es no sólo el hijo despreciado del cacique, es un migrante paradigmático, una suerte de desplazado forzosamente. Es un Juan Pueblo con el sexto sentido para ver, escuchar (sobre todo escuchar) y convivir o conmorir con los muertos.
Los pueblos polvorientos de la literatura de Juan Rulfo son la orografía de un México profundo. Al cual, hemos fracasado repetidamente en el intento de “modernizar”. Por lo menos en el proyecto de construir una nación donde pesen más los vivos, el presente y el futuro que los muertos, la impunidad de los crímenes del pasado, el perenne retorno de lo reprimido: el Llano en llamas.
Comala hoy es el rescoldo de la Revolución Mexicana, sus muertos, los excesos, el horror en la memoria, pero sobre todo las promesas incumplidas, por la desnacionalización de la nación, la expropiación de la patria, el aborto de la democracia, incluido el legrado mediático. Y la repetición de la violencia, estructural y especialmente contra los más vulnerables.
Los muertos no nos dejarán descansar en paz en Comala; viviremos con su rumor de voces, el llano en llamas del purgatorio cotidiano, mientras no les hagamos justicia. Cuando eso ocurra, dejarán de ser el peso de las culpas, la justicia pendiente, serán quizá las raíces de una nación viva.
La cifra, dada a conocer recientemente por el INEGI, de 106 mil 084 asesinados entre los años 2006 y 2011 habla de una violencia atroz. La impunidad no nos cura de la violencia, sino que la alienta, alimenta las llamas del llano.
Un México más horizontal, páramo libre del caciquismo de Pedro y de quien sea, es la justicia que les debemos a miles de muertos cuyos derechos, a la vida, a la seguridad ciudadana, a las garantías procesales, el derecho de vivir en paz, no fueron respetados. No requieren olvido, claman por memoria colectiva, justicia, paz con dignidad y, para los aún vivos, la posibilidad de un país que no siga arrastrando los fantasmas de castigos injustos y de injusticias sin castigo.
El acto simbólico de destruir armas, adquiridas con la total facilidad que se pueden comprar en los Estados Unidos, como lo hizo la Caravana por la Paz, es un performance de alta justicia poética. Es una señal dirigida al Pedro Páramo del autoritarismo transnacional que lucra con los instrumentos de muerte y con las políticas que nos imponen la dinámica del asesinato como “seguridad nacional”.
El llamado de las Abejas a no permitir la impunidad de Ernesto Zedillo por la masacre de Acteal es representativo. Se trata de uno de los momentos graves que se nos presentó como oportunidad para frenar la violencia fratricida: ¿cuántos muertos más hacen falta para que nuestro país, entero, apueste decididamente por defender la vida?.