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México necesita tener una política de verdadera atención integral a las personas solicitantes de refugio y refugiadas.
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La mayoría de esta población vive en situación de gran vulnerabilidad
Dolores es una mujer salvadoreña de cuarenta años de edad. Entró a México en diciembre del 2009. Tres años antes, había logrado encarcelar a su pareja por violencia intrafamiliar, pues varias veces fue víctima de graves golpizas que pusieron en riesgo su vida; sin embargo, él estaba a punto de cumplir su condena y la amenazaba con matarla constantemente. Por esta razón, en diciembre del 2009 Dolores tuvo que salir de su país y entrar a México de manera irregular. En Medias Aguas, Veracruz, estuvo a punto de ser víctima de secuestro, cuando vio cómo unos hombres con armas largas tomaron el tren en el que ella se iría a subir. En Guanajuato sufrió un retén en el que los policías federales obligaron a todos los migrantes a arrodillarse y poner sus manos en alto; además, les quitaron su dinero y sus pertenencias. Después de más de dos semanas de viajar en el tren, Dolores llegó a un albergue para migrantes ubicado en el norte del país. Por falta de conocimiento sobre el derecho que tenía al refugio en México, su idea era intentar llegar hasta Estados Unidos. Sin embargo, al relatar su historia, conoció el derecho que tiene a solicitar refugio, por lo que ingresó su solicitud ante el Instituto Nacional de Migración, quien posteriormente la refirió con la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR).
El proceso para que el Estado mexicano reconociera a Dolores como refugiada fue sumamente complicado, ya que nuestro país no cuenta con una política de verdadera atención integral a la población migrante y solicitante de asilo y refugio. En el caso de Dolores, como en el de muchos otros, la COMAR limitó su función a ser una instancia gestora de un documento de regular estancia en el país; sin embargo, no se preocupó por salvaguardar la vida, la integridad física y emocional y la seguridad de Dolores. De hecho, fueron varias organizaciones de la sociedad civil quienes tuvieron que asumir la responsabilidad de proporcionarle alimentación y alojamiento; sin embargo, lo más importante fue brindarle la contención emocional necesaria para seguir adelante en la resignificación de su proyecto de vida.
La forma de proceder del gobierno federal indica que, hoy en día, en México otorgar protección a refugiados se traduce únicamente en la expedición de un documento de legal estancia en el país. De ninguna manera el Estado mexicano cumple con la obligación internacional que tiene de velar por los intereses y la seguridad de aquellas personas cuyas vidas están en riesgo en sus propios países. Dolores, por ejemplo, se encuentra trabajando de manera informal en un mercado, pues sólo de esta forma puede obtener el ingreso necesario para comer y vivir en el cuarto que alquila. Sus hijos continúan viviendo en El Salvador, pero ella no cuenta con los recursos suficientes para traerlos a México.
Al conmemorar el día mundial del refugiado, recordamos que en México existen más de mil cuatrocientas personas que, como Dolores, cuentan con éste estatus migratorio; la mayoría de ellas, provenientes de Honduras, Guatemala, El Salvador, Haití, Asia, Europa del Este, Sri Lanka, Bangladesh y la India. Ante esta situación, México tiene la obligación de terminar con la vulnerabilidad en la que se encuentra esta población, asumiendo que la reciente promulgada Ley de Refugiados es un paso necesario, pero no el único que debe darse para lograr mecanismos de verdadera atención integral. Por lo tanto, es urgente que las personas refugiadas puedan insertarse a laborar en empleos dignos y bien remunerados; asimismo, que puedan contar con asistencia profesional para la atención de su salud mental (que puede haber sido afectada, incluso, por los abusos de los que han sido víctimas en territorio mexicano); y que sean incluidos por la sociedad en general.