Para fines prácticos establece que a cinco días de presentada la solicitud en torno a un proyecto, si no se ha otorgado autorización provisional expresa se entenderá resuelta en sentido positivo. Dicha autorización dura un año para obtener la definitiva. Salta la pregunta: ¿qué pasa si la resolución final es negativa y ya existen acciones con impactos irreversibles? Es evidente que el Ejecutivo federal no tiene facultades para modificar disposiciones de las leyes implicadas en sus proyectos de infraestructura y obviar los trámites y plazos establecidos en ellas, estableciendo en los hechos un régimen de excepción.
No es con el acuerdo que se inicia la violación a los derechos de los pueblos; va desde el inicio de megaproyectos en el actual gobierno, como el Tren Maya y el Corredor Transístmico con consultas simuladas que a la fecha se usan para afirmar que hay aceptación de los mismos. El acuerdo acelera el despojo y constituye un paraguas para justificar que no se han respetado las suspensiones que se han logrado mediante amparos en la península. Por cierto, el acuerdo no es retroactivo ¿o también se hace a un lado ese principio constitucional por decisión presidencial?
Por ahora, deja la amenaza de la seguridad nacional implicada y declarada sin fundamento legal. Ya la más amplia concertación de organizaciones sociales, indígenas y de derechos humanos exigen la derogación del acuerdo. Con muy buenas razones, pero con escasa escucha. No dudamos que exista burocratismo oficial, pero las vías para combatirlo pasan por caminos de reformas legales. Está en curso la aceleración del despojo a pueblos indígenas con los megaproyectos emblemáticos, mientras a las empresas se les da tranquilidad , se les suprimen obstáculos, se ofrecen valladares para impedir la acción de los opositores, al fin que se dice que con todo ello nos llevarán como nación a lograr el crecimiento económico y el bienestar social. Tal es la retórica oficial.