El hecho es que estamos atorados. El indicador por excelencia de efectividad del sistema es el nivel de impunidad. Estamos casi en el 95 por ciento de delitos que no se resuelven de los que conoce la autoridad, y llevamos años así. En las tuberías procesales de las procuradurías y fiscalías sigue quedándose atascada la mayoría de las carpetas de investigación que se abren. La “salida” más recurrida es la del archivo temporal, que es como apilar los casos dentro de un cajón. Ahí se queda más del 65 por ciento de las carpetas que se inician. La procuración de justicia no logra moverse. Aunque ahora tengan la etiqueta de fiscalías autónomas, no logran dar vuelta a la inercia, y por eso no gestionan los casos de manera distinta, no priorizan y no investigan con métodos más eficientes y científicos. Otros actores clave del proceso penal en el modelo acusatorio, las defensorías de oficio y las comisiones de víctimas, están bastante rezagadas. No se invierte en ellas y, por tanto, el modelo no puede funcionar bajo su premisa central: la igualdad de armas entre las partes.
Violencia e injustica se retroalimentan. Lo mismo que conflictividad social y un sistema de justicia disfuncional. Por eso, si queremos mitigar crimen, violencia y conflictividad, necesitamos un aparato de justicia que funcione. Estas relaciones no parecen claras en las acciones y decisiones del gobierno en materia de seguridad. La balanza se ha inclinado casi totalmente hacia el aspecto reactivo y militar, y aun en este aspecto hay ineficacia y titubeo. Por eso no logramos resultados.
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