La experiencia de la llamada “verdad histórica” en el caso Ayotzinapa dejó varias lecciones, una de las principales y, quizá, la más evidente es que el manejo público de la información sobre este tipo de casos debe hacerse con la mayor seriedad y con pleno respeto a la dignidad de las víctimas y sus familias. Esta lección la conoce muy bien la administración de López Obrador, en ocasiones previas dio claras muestras de ello, por ejemplo, al momento de confirmar la identificación de un grupo de fragmentos óseos pertenecientes a Christian Rodríguez Telumbre y Jhosivani Guerrero. En el manejo de esos eventos, la Segob y la FGR demostraron que es posible un manejo de la información que equilibre al mismo tiempo la protección de la dignidad de las víctimas, la integridad de la investigación y la garantía del acceso a información de gran interés público. Tomando en cuenta estos antecedentes, resulta inquietante y difícil de entender la decisión del Gobierno federal de publicar diversos documentos provenientes del Estado Mayor de la Defensa Nacional, en los cuales constan comunicaciones privadas entre integrantes de la delincuencia organizada y autoridades municipales, relativas a cómo pudo haber ocurrido la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa.
Dar respuesta a todas estas preguntas no es una tarea fácil en términos técnicos y políticos, pero es un imperativo para una administración que quiere sentar las bases de una transformación estructural. Se trata de una investigación que enfrenta, por un lado, los obstáculos del deterioro del tiempo y la manipulación deliberada, y por el otro, la resistencia de estructuras de poder de facto que tienen un interés en que el caso permanezca en la impunidad y sin solución. Cualquier proyecto de transformación radical del país pasa necesariamente por desmontar el aparato de impunidad de esas estructuras.