La realidad es patente y motiva indignación. La tendencia de la política migratoria, tanto en México como en Estados Unidos, apela cada vez más a medidas drásticas, de corte prohibicionista e incluso militarista que se instrumentan con creciente violencia y sin casi dejar espacio al respeto de los derechos humanos de los migrantes.
La complejidad de la relación bilateral con Estados Unidos, acentuada sin duda por el actual contexto de pandemia en el que se encuentra la humanidad, debieran ser ocasión para revisar y rediseñar la aproximación de ambos gobiernos y de la comunidad internacional en su conjunto sobre la problemática global de la migración; a partir del reconocimiento de la corresponsabilidad de todos los actores, pero también de la aceptación de las cargas históricas diferenciadas de unos y otros en las diversas causas que le dan origen.
Eso, la protección de los migrantes en todo el mundo, el respeto de los derechos humanos y no el recurso a la violencia, es lo que se esperaría de gobernantes que, como quienes hoy encabezan el Poder Ejecutivo tanto en Estados Unidos como en México, han expresado recurrentemente en sus discursos su raigambre cristiana y su compromiso con los más altos valores humanistas.
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