La carta de presentación con la que Andrés Manuel López Obrador se abrió posibilidades para el triunfo en la tercera elección a la Presidencia de la República en la que participó, fue sin duda su discurso anticorrupción y la legitimidad que cobraba frente a sus contrincantes políticos que nunca, durante las contiendas, pudieron acusarlo de algún acto de corrupción. La narrativa fue transformándose conforme se acercaba la elección, al grado de que su compromiso en la lucha contra la corrupción que el país requería se redujo a advertir que él no iniciaría la persecución contra ningún corrupto, sino que sólo daría cauce a las denuncias que ya estaban en marcha.
Durante estos dos años la lucha anticorrupción de la llamada cuarta transformación ha sido vaga, sin estrategia, diferenciada y con una clara tendencia política que desafortunadamente debilita la causa a la vez que abona a la banalización de los actos de corrupción. Si no miramos les nombres ni las filias políticas de algunos de los implicados en casos de corrupción, podemos meter en un mismo costal a quienes aparecen en videos recibiendo cientos de miles de peses en billetizas a manos de funcionarios públicos o de personas vinculadas a diferentes gobiernos. Otro costal de patrones de corrupción más sofisticado es la colaboración en fraudes mediante la utilización de empresas fantasmas con las que se firman contratos millonarios y en las que también hay involucrados de todos los partidos, del pasado y del presente. La omisión de funcionarios y exfuncionarios públicos en sus declaraciones patrimoniales también agrupa a implicados con diferentes colores partidistas.
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