Hace unos días el secretario de Marina apareció en la mañanera para hablar de los decomisos de precursores químicos que han realizado en los puertos del país, «…es una situación que hay que hacerla paso a paso y bien fiscalizada y bien judicializada porque si no, pues las ayudas, que no tenemos muchas de jueces y ministerios públicos… Hay muchos casos que hasta pena nos dan que actúen de esa manera, parece ser que el enemigo lo tenemos en el Poder Judicial y tenemos que cerrar bien ese círculo para poder llevar a cabo la detención. Tenemos varios casos pero tenemos que hacerlos muy bien hechos.»
Las declaraciones son preocupantes por varias razones. La más evidente es el uso del lenguaje bélico —de amigos/enemigos— para señalar a uno de los poderes constitucionales desde otro, específicamente desde una de nuestras instituciones castrenses. Una de las críticas que más frecuentemente se ha hecho sobre el uso de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública es la adopción de una lógica de guerra y excepcionalidad legal para atender el problema de la delincuencia Constitucionalmente, los soldados tienen la función de defender a la nación de enemigos. El armamento que utilizan, el entrenamiento y sus tácticas, son propias de la guerra —en la que se eliminan enemigos— y no de la normalidad constitucional —donde corresponde detener, juzgar y sancionar ciudadanos que delinquen. La función para la que existen nuestros institutos castrenses no es detener a ciudadanos que han quebrantado la ley sino «abatir», «neutralizar», matar a quienes amenazan a la nación.
Las declaraciones del secretario muestran otro problema: el fracaso de la actual —y ya añeja— estrategia de control de sustancias a través de los decomisos, operativos y despliegue militar. «A partir de que se tomó control de los puertos, se les ha estado cerrando el camino y ya no está exclusivamente yéndose a Manzanillo o Lázaro Cárdenas.
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