En efecto, año con año se acumula la evidencia de que el despliegue militar tiene como principal consecuencia el aumento de la violencia allí donde operan los militares. Es decir, es una estrategia que no sólo no funciona para disminuir la violencia, la aumenta. Además, los despliegues resultan en el uso desproporcionado e ilegal de la fuerza letal por parte del Estado.
Estas historias indignan porque en ellas vemos una injusticia y porque advertimos el riesgo implícito. Cualquiera de nosotros podríamos ser asesinados en una carretera o retén por «error», por ser «sospechosos». El problema, creo, es que no logramos entender que el riesgo a nuestras vidas existe porque aceptamos la muerte sumaria de «presuntos» delincuentes; aceptamos —y quizás aplaudimos—una estrategia de seguridad cuyo objetivo es la eliminación de un enemigo, no la detención de un ciudadano que quebrantó la ley.
Las historias de homicidios «accidentales» y ejecuciones extrajudiciales en manos de quienes deberían someter su actuar a la ley y a la decisión de los jueces son posibles en nuestro país porque optamos por un modelo militar que prescribe el uso de la fuerza letal como primer recurso, uno en el que «dispara y luego averiguas» se ha vuelto la práctica cotidiana.
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