Que se descalifique a las y los defensores civiles de derechos humanos no es nuevo. Sin ir más lejos, en el sexenio de Felipe Calderón, altos funcionarios señalaban que quienes denunciaban abusos militares eran los “tontos útiles” del narcotráfico. En el sexenio de Enrique Peña Nieto se espió a activistas con Pegasus y cuando la trama fue denunciada se amagó con demandar a quienes lo hicieron. Lo que es nuevo, sin embargo, es que sea el propio presidente de la República, desde ese espacio sui generis que es su conferencia matutina, quien profiera estas descalificaciones.
Mucho se ha discutido en días recientes sobre los riesgos de este discurso y sobre cómo la retórica termina distrayendo la atención pública de los temas de fondo; en estos casos, la profundización de la militarización y las amenazas contra la libertad de expresión. Pero existe además un peligro adicional, pocas veces destacado: en esa variopinta coalición política que es el partido en el poder, donde lo mismo concurren personas con convicciones democráticas que oportunistas de pasado autoritario, el discurso presidencial contra los organismos civiles de defensa de derechos humanos puede volverse una licencia para que funcionarios federales de menor nivel o autoridades locales en municipios o estados, replicando esa lógica escalen hacia modalidades de animadversión que no sean sólo discursivas. Y eso, como la historia muestra, es peligroso.
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