Desde que se intensificó la militarización de la seguridad pública en el sexenio de Felipe Calderón, se ha señalado una y otra vez que, si bien en el país existe un problema generalizado de abuso de la fuerza —y es imposible negarlo, cuando dos días antes del asesinato de Mazariego, policías de Tulum mataron a Victoria Salazar, una mujer salvadoreña, en una detención—, estas injusticias están más presentes en el caso de las Fuerzas Armadas. Cuando se compara su comportamiento con el de las policías en los llamados enfrentamientos, por ejemplo, la brutalidad y arbitrariedad son más comunes en el caso de las primeras, como mostramos en Las dos guerras. Cuando se analizan las detenciones que realizan, puede verse lo mismo. La magnitud y frecuencia de la violencia es distinta.
Un día después del asesinato de Elvin Mazariegos, el Presidente Andrés Manuel López Obrador repitió la idea: a diferencia del gobierno de Felipe Calderón, en el que se “declaró la guerra” y había “la orden de barrer”, en el suyo impera el respeto a los derechos humanos. En concreto, en relación con las Fuerzas Armadas, afirmó que en el sexenio de Calderón podía verse cómo había “más muertos que detenidos” y cómo “la letalidad” estaba “hasta arriba”. En el suyo, sostuvo, ya no. Los propios datos proporcionados por la Secretaría de la Defensa Nacional en relación con sus enfrentamientos, sin embargo, parecen contradecir esta idea del Presidente.
¿Por qué importa reconocer la discrepancia entre lo que dice el Presidente y lo que parece estar sucediendo? Porque permite reconocer que no basta una orden para cambiar la realidad, ni, todo indica, una capacitación o una nueva ley. No dudo que el Presidente López Obrador quiera que se respeten los derechos humanos. Su voluntad, tal parece, no es suficiente. La SEDENA, en este caso, parece tener su propia lógica. Su propia manera de actuar. La pregunta es: ¿qué sí puede cambiar estos patrones?
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