México es un país azotado por múltiples violencias. La fragilidad institucional y la macrocriminalidad han hecho de nuestro país un territorio en que cada día el Estado se muestra más susceptible de perder el control del monopolio legítimo de la fuerza. En ese contexto se desarrolla este año el proceso electoral más grande de nuestra historia, en el que están en juego más de 20 mil cargos públicos. Un proceso que vuelve a poner a prueba la fortaleza de nuestro sistema democrático en un escenario sumamente adverso, en el que los conflictos territoriales del crimen organizado ejercen enormes presiones sobre la estructura electoral y la seguridad de las precampañas. Hasta hoy, apenas en la fase de precampañas, hemos sido testigos de la imposición de la ley del más fuerte por encima de una cultura ciudadana y de respeto a la legalidad que debería imperar en cualquier régimen que se proclame democrático.
Hasta el pasado 20 de marzo se contabilizan en nuestro país 238 agresiones contra personajes políticos; 218 corresponden a agresiones directas, dirigidas en 166 casos a hombres y en 52 a mujeres; con una escandalosa cifra de 61 víctimas de homicidio en total, 18 de las cuales eran aspirantes a cargos de elección. Hasta este punto del proceso electoral, las cifras arrojan un promedio de dos asesinatos políticos por semana. La consultora Etellekt, que lleva un registro puntual de estos datos, ha hecho una comparativa respecto del proceso electoral de hace tres años, en el que se registró un total de 152 personajes políticos asesinados, 48 de los cuales eran aspirantes a cargos de elección popular. Las tendencias de este año –sugiere la consultoría– muestran una tendencia que superaría ampliamente la cifra de hace tres años.
Si permitimos que la violencia política se normalice, pronto será imposible asegurar la libre participación ciudadana en los comicios, y mucho menos se podrá garantizar el resto de condiciones necesarias para que la democracia en su dimensión cualitativa, en tanto base cultural y política de nuestra sociedad, pueda arraigarse como ethos verificable en nuestra vida diaria, y como piso común de nuestro edificio institucional.
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