El Estado de Derecho y la Corrupción son dos caras opuestas de una misma moneda. Desde una perspectiva sistémica, presentan una relación de retroalimentación negativa: a mayor presencia (alcance, intensidad) de uno, el otro tiende a erosionarse. La inferencia más obvia de este principio es sencilla: para controlar la corrupción de forma efectiva requieres de un mejor estado de derecho; y de manera inversa, una reducción del fenómeno de la corrupción contribuye (per se) al fortalecimiento del estado de derecho. Por tanto, la pregunta del millón de dólares que nos hacemos frecuentemente es: ¿Cómo se pueden lograr mejoras en el estado de derecho que conduzcan a un mejor control de la corrupción?; o bien, ¿cómo se pueden lograr mejoras en el control de la corrupción que contribuyan al fortalecimiento del estado de derecho?
La experiencia nos ha demostrado que las respuestas a cualquiera de estas dos preguntas, en términos de políticas públicas, ha resultado ser una tarea muy elusiva. Aunque las razones son múltiples, sin duda una muy poderosa es que ambas nociones (Estado de derecho y Corrupción) hacen referencia a fenómenos de naturaleza sistémica, multidimensionales y multicausales; que suelen anidarse, combinarse y expresarse en patrones diversos en cada contexto político-administrativo (ya sea de países o de gobiernos locales de un mismo país).
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