Está en curso un movimiento que no inició el pasado 12 de octubre con la decisión de la comunidad de residentes indígenas otomíes en la Ciudad de México de tomar en forma indefinida las oficinas centrales del Instituto Nacional de Pueblos Indígenas (INPI). Este movimiento hay que analizarlo en sus diferentes dimensiones. La toma se encabeza por indígenas originarias de Santiago Mexquititlán, del municipio de Amealco, Querétaro, residentes en la Ciudad de México desde hace más de 20 años. Desde entonces han luchado por su derecho al acceso a una vivienda digna, han recorrido dependencias de gobierno, han hecho trámites, sin resultados. Han vivido hacinadas, sin servicios básicos en cuatro predios abandonados en la calle de Zacatecas 74 y Guanajuato 200, colonia Roma; avenida Zaragoza 1434, por Pantitlán, y Roma 18, en la Juárez. Este último fue abandonado desde los sismos de 1985, pero el de 2017 lo volvió inhabitable y las obligó a acampar en la calle, pero el año pasado fue desalojadas por la fuerza pública sin que se cumpliera la promesa de regularizar su situación.
En sus conferencias de prensa las otomíes incluyen el cuestionamiento a los megaproyectos en curso, exigen que se realicen consultas indígenas reales y manifiestan que se oponen al Tren Maya, al Proyecto Integral Morelos, que incluye una termoeléctrica, y al Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec.
El ya basta
de la comunidad otomí ha colocado un espejo al neoindigenismo en curso, por lo pronto la evidencia de que no basta con los programas de apoyos o becas individuales, mientras no se aborden los problemas estructurales de los pueblos indígenas con respeto a su libre determinación y autonomía. Este movimiento crece con la agenda nacional, que suma agravios anteriores a los actuales de los tiempos de la llamada 4T.
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