• La Asociación Nacional de Abogados Democráticos (ANAD) reconoce el trabajo de defensores de derechos humanos y luchadores sociales y entrega la medalla Emilio Krieger al Centro Prodh, el obispo Raúl Vera, la lucha social de la cooperativa Pascual, los agremiados del SME y al sindicato minero.
Luis Arriaga/Mensaje en la ceremonia de la ANAD.
La promoción y defensa de derechos humanos, realizada por quienes colaboramos en el Centro Prodh, tiene su origen en la interpelación que día con día nos hacen quienes experimentan en sí las vejaciones provocadas por los abusos de quienes ejercen el poder. El dolor de quienes son vulneradas en su propia dignidad marca nuestra actividad cotidiana. La medalla Emilio Krieger, otorgada por la Asociación Nacional de Abogados Democráticos, constituye una reivindicación a quienes pese a los atropellos sufridos se esfuerzan día con día, dignamente, por hacer de la nuestra una sociedad donde sea posible realizarnos como seres humanos.
En los años recientes, detrás del esfuerzo diario de los y las colaboradoras del Centro Prodh, está el entusiasmo y el compromiso con la defensa de personas concretas: Concepción, Daniel, Jacinta, Rodolfo, Alberta, Teodoro, Teresa, Bárbara Italia, Edith, Mariana, entre otras. En circunstancias diversas han sido víctimas de situaciones estructurales y decisiones personales (de otros) que condujeron a la violación de sus derechos humanos. En circunstancias igualmente diversas, con decisiones propias y con la solidaridad de numerosas personas, han expresado su indignación y su exigencia de justicia.
Defender y promover los derechos humanos es una tarea que nos permite humanizarnos, de ella han surgido numerosos encuentros que alimentan nuestra esperanza. Sin embargo no se trata de una tarea fácil. A quien comete o solapa los abusos del Estado le molesta tanta insistencia en la necesidad de respetar el estado de derecho, aun en el trato con quienes delinquen; no le agrada la “cantaleta” de quienes no pueden callar hechos que se repiten por las diversas regiones del país.
Una estrategia de seguridad planteada desde el inicio como una guerra, que permanece sin variaciones pese a los cambios de nombre, ha conducido a la exigencia totalitaria de lealtad: con nosotros o contra nosotros. Esta actitud se traduce en la práctica en el combate del enemigo: pero no de la delincuencia que actúa con total impunidad, sino de quienes siempre han sido considerados enemigos para la seguridad del Estado: pobres, campesinos, solicitantes de derechos, movimientos sociales, mujeres, indígenas, trabajadores. Tienen nuevos rostros pero igualmente siguen siendo perseguidos y presentados como graves amenazas contra la seguridad: los jóvenes a quienes se vincula con pandillas sin previa investigación, los miles de muertos cuyos homicidios no son investigados y sí endosados con prontitud a la delincuencia organizada, migrantes que transitan por nuestro país afectados por las mismas autoridades en complicidad con criminales.
De una manera trágica, me refiero al editorial de El Diario de Ciudad Juárez, nos enteramos de pronto que el Estado, con toda su fuerza, ha claudicado en la práctica, en ciertas regiones, a fortalecer procedimientos institucionales, a reforzar aquellas instancias que nos dan certeza a los ciudadanos en nuestra actuación; en su lugar ha cedido el paso a las medidas irracionales, a la locura de la guerra, con la que perpetúa y agrava las condiciones que hacen posible la actuación impune de la delincuencia organizada.
La violencia de esta guerra, la que viene de los dos bandos en conflicto así como todas las violencias invisibilizadas, constituyen hoy una de las principales amenazas contra la sociedad. El miedo forma parte hoy, más que antes, de nuestras vidas. Es un temor que viene de diversas partes: de la delincuencia organizada que trata de imponer su propia lógica (con la complacencia o negligencia de las autoridades), de las fuerzas de seguridad que actúan sin límites y que en gran parte han heredado los procedimientos de nuestro pasado autoritario, del sistema de justicia empleado facciosamente para sancionar a los enemigos en turno y también de la delincuencia común cuyos índices se mantienen.
Quienes han sido vulnerados en su dignidad, y cuya reivindicación constituye nuestra razón de ser, nos hacen ver la irracionalidad del contexto actual marcado por violencias muy visibles. Pero también llaman nuestra atención hacia violencias que en el actual contexto corren el riesgo de ser invisibilizadas: la violencia contra las mujeres, no sólo en el ámbito familiar sino en la práctica de muchas instituciones, como sucede por ejemplo con las mujeres ante el sistema de justicia; la violencia originada por la discriminación, entre otras razones por motivos étnicos o socioeconómicos, es decir, la marginación y la exclusión que derivan en innumerables violaciones a los derechos humanos de indígenas y pobres. Esta violencia la han experimentado, por ejemplo, Jacinta, Alberta y Teresa, mujeres del estado de Querétaro cuya dignidad fue vulnerada gravemente por la actuación conjunta de la PGR y del sistema judicial. Fueron liberadas y esto constituye un motivo de celebración, pero la violencia contra mujeres, contra los pobres y contra los indígenas se mantiene inalterada.
Lo que he señalado no deja lugar a dudas para concluir que el funcionamiento actual de las instancias de seguridad y justicia no combate eficientemente el crimen, en cambio perpetúa la impunidad, garantiza los privilegios de grupos de poder y pretende mostrar su efectividad violando la dignidad de los pobres.
Contra la impunidad y contra todas las deficiencias que impiden el ejercicio de los derechos humanos, esta medalla constituye un reconocimiento a quienes desde este ámbito específico (los derechos humanos) contribuimos a hacer de México un país justo y habitable. Es un estímulo también para el equipo del Centro Prodh, que alienta a seguir adelante.
Ante la violencia e impunidad, que marcan nuestra vida y la condicionan, sin dejar de insistir en la responsabilidad que corresponde al Estado, es necesario también señalar la importancia de la actividad realizada en todo el país por las defensoras y defensores de derechos humanos, me refiero indudablemente a quienes colaboran en el Centro Prodh, pero pienso también en todas las personas que de diversas formas realizan esta actividad: campesinos, indígenas, mujeres, migrantes, que, organizados o no, muchas veces incluso sin llamar a lo que hacen “defensa de derechos humanos”, se esfuerzan por superar los agravios y el dolor causado por la vulneración de la dignidad de miles de personas. Nuestro encuentro con estas personas nos ha llevado a constatar que por todo el país la gente es capaz de indignarse y de responder a esa indignación. En la atención a esta situación y en el deseo de responder a ella se nutre nuestro compromiso. Un compromiso que es, en primer lugar, una respuesta amorosa y, por lo tanto, firme.
Defender y promover los derechos humanos es hoy una tarea imprescindible en México. Es una exigencia de las personas, colectivos y comunidades que consideran que vivir dignamente vale la pena. Ante una realidad cuyo lado trágico quieren imponernos, las defensoras y defensores de derechos humanos consideramos que ésta es más compleja, más fecunda y tiene más posibilidades. De ello se alimenta nuestra esperanza y sabemos que, con ustedes, nunca solos, seremos capaces de continuar por este camino.
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