Lo que distingue a la Ley de Amnistía decretada por el presidente López Obrador, a la de sus antecesoras, es que, además de tener un significado político -por cumplir con una promesa de campaña- tiene también un alto sentido ético y social al incluir como beneficiarios de la norma, no sólo a las personas que tienen incoada una investigación o un proceso por sus acciones que buscan modificar las bases del Estado y/o el sistema de gobierno, sino también a mujeres, indígenas y personas en situación de pobreza o extrema vulnerabilidad y que por tal condición no tuvieron oportunidad de acceder plenamente a la jurisdicción del Estado, por falta de recursos económicos o porque les fueron violados de manera flagrante sus derechos humanos.
La reciente Ley de Amnistía busca corregir –aunque se queda a medio camino- un problema estructural tridimensional que abarca los ámbitos político, social y de procuración/ administración de justicia, y que se remonta a los orígenes de nuestra nación.
Sin embargo, dicha norma federal se queda a mitad del camino, en tanto que al limitar el catálogo de conductas punibles que pueden ser objeto de la amnistía, deja fuera a miles de personas acusadas injustamente de delitos graves o que no cometieron y que por su situación de pobreza, vulnerabilidad extrema o condiciones especificas (mujer o indígena) no tuvieron la oportunidad de contar con una defensa técnica o bien, no les fue respetado su derecho de acceso a una justicia imparcial.
La deficiencia de la Ley de Amnistía federal puede ser subsanada por los Congresos de las entidades federativas que en su momento expidan las leyes similares; al gozar de libertad configurativa, las legislaturas locales pueden ampliar el catálogo de delitos y el número de beneficiarios, sólo así podrá avanzarse en la corrección del problema estructural tridimensional.
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