El pasado 18 de mayo, José Francisco Cali Tzay, el relator especial de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, expresó su preocupación por el devastador impacto que la pandemia de Covid-19 está teniendo entre los pueblos indígenas, el cual, según su expresión, va más allá de la afectación a la salud. Según el funcionario internacional, los estados de emergencia están exacerbando la marginación de las comunidades indígenas; se están militarizando sus territorios; se está negando su derecho a la libertad de expresión y asociación; los intereses empresariales están invadiendo y destruyendo sus territorios, tierras y recursos naturales; se están suspendiendo abruptamente las consultas a que tienen derecho antes de realizar acciones que puedan afectarlos, lo mismo que las manifestaciones de impacto ambiental para forzar la ejecución de megaproyectos.
También dijo que a esas amenazas y en medio de ellas, los pueblos que han logrado resistir mejor la pandemia de Covid-19 son los que han ejercido la autonomía y el autogobierno, porque eso los empodera y les permite gestionar sus territorios, tierras y recursos naturales, garantizar su seguridad alimentaria mediante sus cultivos tradicionales y su medicina tradicional. Ignoro si el relator conocía a fondo la realidad de los pueblos indígenas de México cuando formuló sus declaraciones, pero no cabe duda de que su diagnóstico resulta un retrato fiel de lo que pasa en nuestro país, sumido en la pandemia que cada día que pasa se profundiza más, aumentando el número de contagiados y de muertos que muchas veces no se registran como tales. Y esto sucede a pesar de la anunciada nueva normalidad, que muchos, con más conocimiento de causa, han bautizado como la cruel realidad.
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