La película de Fernando Frías es un recordatorio de que las condiciones que generan violencia siguen ahí: en las periferias urbanas donde los jóvenes solo reciben etiquetas y persecución por parte del Estado, mismo que ha sido incapaz de brindarles una plataforma desde dónde imaginar una vida mínimamente próspera. También nos recuerda que seguir explicándonos la violencia en el país con la narrativa de blancos y negros, buenos contra malos, cártel A contra cártel B, nos aleja cada vez más de la posible solución. Llevamos en ese debate desde hace más de 30 años y no hemos llegado a ningún lado. El miedo al otro es la peor versión de la polarización social y es tan grave que nos ha cegado e impedido ver que las y los jóvenes de las periferias urbanas son una población en riesgo que, hasta ahora, acumula desproporcionadamente las estadísticas de desaparición, reclutamiento forzado y criminalización por parte del Estado.
Nos encontramos en un punto crítico de nuestra historia, tenemos pruebas suficientes para convencernos de que la estrategia de seguridad basada en la contención y confrontación del crimen organizado no es sostenible. La ausencia del Estado no se suple con intervenciones militares y policiales, solucionar de manera inteligente el desamparo de las poblaciones de las periferias urbanas es clave, así como la producción cinematográfica que provoca este comentario y la academia que lleva años insistiendo en esta ruta.
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