Pero si antes las cárceles sobrepobladas eran un campo minado, el COVID-19, enfermedad causada por el nuevo coronavirus, las transformó en bombas de tiempo. Este hacinamiento hace que el riesgo de propagación se multiplique, no solo para las personas privadas de libertad sino también para el personal penitenciario, quienes, al igual que los prisioneros, está bajo la responsabilidad del Estado.
Una parte importante del problema de hacinamiento en nuestra región reside en el uso de la prisión preventiva, es decir, el privar a alguien de su libertad, como medida cautelar, sin una sentencia de por medio. Una medida que debería ser excepcional, de último recurso y para usarse por el lapso más breve posible, se ha convertido en una situación prevalente en el continente, obviando por completo que la presunción de inocencia es pilar del Estado de Derecho.
Pero frente al COVID-19 se necesitan más medidas, más contundentes y más audaces. Los ministerios públicos deben proponer que la prisión preventiva se use exclusivamente en casos excepcionales. Los máximos tribunales también pueden establecer lineamientos para otorgar medidas no privativas de libertad a personas en riesgo de contagio, siempre que no se trate de perpetradores de delitos graves o violentos. Porque avanzar hacia un uso acotado de la prisión preventiva no es solo un imperativo de derechos humanos, sino también una medida inteligente frente al virus.
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