En tiempos de relativa normalidad todos coincidimos en que la vida humana es sagrada. Pero no es sino hasta que acontecen momentos como los que nos asedian hoy día cuando desenmascaramos qué significa para cada quien esa máxima primigenia. No sirve de mucho decir que “la vida de todas las personas es valiosa” si con ello no nos referimos, verdaderamente, a la vida de todas las personas. Esa es la fibra que vino a tocar el actual debate acerca de la posibilidad de liberar a población privada de libertad para mitigar los efectos que el hacinamiento carcelario generaría en la propagación del virus SARS-CoV-2 (COVID-19).
No nos confundamos: hablar de liberación anticipada en ciertos casos de personas privadas de libertad no implica un derecho al olvido, mucho menos un juicio moral sustituto. Pero sí es un acto de justicia que nos reconoce como una sociedad de interdependientes. Para salvar la vida propia y de los cercanos tenemos que cuidarnos entre todas las personas. Incluso entre aquellas con las que podamos tener diferencias o prejuicios. Porque (es un cliché justificado) toda vida humana es sagrada. Y si en estos tiempos no nos aferramos a esa idea significa que nunca la creímos realmente.
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