Lo que explica la miseria de una parte de la población de la región no es ni la falta de desarrollo
ni de presencia estatal, sino las modalidades que éstas han asumido. La pobreza es obra de un tipo de acumulación de capital, en que Estado y mercado se han imbricado para fabricar empresarios al calor de obras públicas y del despojo y la devastación de los recursos naturales, al tiempo que el voto de las grandes fortunas impone gobernantes y los programas sociales controlan a la población.
Se trata de un modelo que se reproduce con el apoyo de un patrón de consumo cultural que exalta el glorioso pasado maya, pero desprecia (o folkloriza) a los mayas peninsulares del presente. Que expulsa a sus integrantes de sus comunidades para convertirlos en jornaleros, recamaristas, botones, meseros y sexoservidoras. Que no respeta su derecho a la libre determinación. Que frena su reconstitución como pueblos, reconociendo autoridades ejidales, pero no les permite manejar sus asuntos como ellos quieren a través de la autonomía.