Este 21 de febrero termina el año internacional de las lenguas indígenas, proclamado por la Organización de Naciones Unidas en 2016 con el objetivo de sensibilizar a la opinión pública sobre los riesgos a los que se enfrentan estas lenguas y su valor como vehículos de la cultura, los sistemas de conocimiento y los modos de vida
, según declaró en su momento la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), institución internacional coordinadora de las actividades programadas para lograr sus objetivos. En la mayoría de los pueblos indígenas de nuestro país, el año pasó sin pena ni gloria, ignorantes como fueron de que esa medida se había tomado para que sus lenguas fueran valoradas, se fortaleciera su uso público y no siguieran desapareciendo, como viene sucediendo desde hace muchos siglos, cinco por lo menos, desde que llegaron los españoles y la suya fue usada como lengua franca entre todas las culturas de lo que hoy es México.
Ya ha pasado el año internacional de las lenguas pero, como sucedió con el año internacional de los pueblos indígenas, que a su término se decretó un decenio con el fin de que los gobiernos hicieran lo que no hicieron en un año, en este también se ha decretado la década de las lenguas indígenas, que comenzará dentro de dos años. Es poco lo que se puede esperar de las instituciones durante esa década si el problema no se trata con seriedad y se dejan atrás las políticas implementadas desde la aprobación de la Ley General de Derechos Lingüísticos y la creación del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas y se formula, junto con los pueblos, una radicalmente distinta, que responda a sus necesidades urgentes y de largo plazo. Pero para que eso tenga resultados positivos debe hacerse poniendo en el centro el uso público de las lenguas indígenas. Es la mejor manera de evitar que sigan desapareciendo. Es decir, que dejen de ser lenguas colonizadas.