Todavía pueblan las cárceles mexicanas miles de personas injustamente procesadas por el arbitrario sistema inquisitorial que tuvimos hasta el 2008, y sin embargo hay quienes con vehemencia exigen su vuelta.
Se trata de los viejos operadores del derecho que no han podido adaptarse al nuevo sistema, por su propensión incurable hacia el autoritarismo.
Extrañan la tortura como método de investigación; les hace falta el arraigo, un mecanismo coactivo que permitía privar ilegalmente de la libertad; añoran la montaña de papel tras la cual se escondían los jueces; les incomoda jugar con transparencia, ahora que las audiencias son orales.
Entre los casos judiciales más sonados del viejo sistema penal están el de las indígenas nahñú, Teresa, Jacinta y Alberta o los expedientes Wallace, Martí y Cassez-Vallarta.
Fue por el fracaso del sistema inquisitorial que, hace poco más de una década, se llevó a cabo una cirugía mayor a la justicia penal. Se hizo a contracorriente porque los gobernantes de entonces no querían perderse la amplísima libertad que les entregaba meter tras las rejas a quien, por razones políticas, les diera la gana.
Quienes hoy vociferan contra estas dos grandes transformaciones dicen que la impunidad en el país ha crecido desde entonces. En concreto, responsabilizan al sistema nuevo de las fallas de la justicia y aseguran que es obra suya el que muchos criminales sigan recorriendo libremente las calles.
Olvidan los reaccionarios que antes de 2008 solo era resuelto uno de cada cien delitos y que el descrédito del sistema era tal que el 90% de los crímenes no solían ser denunciados. La evidencia es contundente para decir que el sistema previo era nefasto y que por ello la sociedad mexicana procedió a enterrarlo.