México tiene una nueva oportunidad de reflexionar si quiere continuar con estas políticas. Si quiere que la gente que hoy trabaja su tierra siga convirtiéndose en los trabajadores de limpieza de grandes hoteles, para servir a los ricos. Si se desea perpetuar una forma de desarrollo que trae consigo flujos de drogas y violencia, como se ha visto en Acapulco o Cancún, o si va apoyar a las comunidades para que éstas escojan su propio modelo de desarrollo, como lo dice la Declaración de los derechos de los pueblos indígenas.
¿Hasta cuándo vamos a dejar a los campesinos indígenas –y no indígenas– desprotegidos frente a la violencia del crimen organizado, de los caciques locales, de los grupos armados que limpian el terreno para las empresas nacionales y trasnacionales? ¿Hasta cuándo?
Esperemos que pronto se abra un nuevo capítulo, un capítulo de discontinuidad radical con todas estas prácticas represivas, manipuladoras y cínicas. Esperemos que ya no se van otorgar masivamente concesiones a megaproyectos que en las pasadas décadas convirtieron una parte considerable de los territorios indígenas en territorios concesionados –todo para los inversionistas, sobrexplotación del agua, contaminación y deforestación para los indígenas. Hoy se vuelve difícil para el Estado quitar estas concesiones a empresas trasnacionales porque contienen cláusulas sobre compensación por la inversión no realizada. Entonces, cuando se otorgan concesiones, se tiene que cuidar para que los inversionistas no tengan derecho a compensaciones estratosféricas en casos de que se les quite la concesión por violaciones de derechos humanos o por haber causado daños ambientales.