Muchos, es cierto, no conocimos sus rostros en vida hasta que supimos de sus muertes, de sus asesinatos, y tuvimos que publicar la noticia y encontrar sus fotos y sumarlos a esa lista ignominiosa de crímenes impunes, censura impune, miedo impune, silencio impune.
Por sus vidas, por sus muertes, por sus desapariciones, su destierro o su silencio obligado bajo todo tipo de amenazas, las y los periodistas hemos salido a las calles a protestar, a hacer activismo, a gestionar leyes y mecanismos y medidas de protección y fiscalías, y hablar en foros y congresos y embajadas y ante gobernantes y diputados, muchas veces frente a un interlocutor -el Estado- beligerante, paralizado, sordo, o peor aún, un interlocutor sin rostro o embozado, pero con el mismo poder silenciador en una guerra que no es nuestra y que, como el otro, nos cree enemigos y trasciende colores, rostros, trienios y sexenios. Los rostros cambian pero los agravios son los mismos.
Por eso, necesitamos que la sociedad nos conozca vivas y vivos, que conozca nuestros rostros, palabra escrita, voz, mirada. Porque necesitamos a la sociedad y porque nos necesita para informar y para estar informada, que son derechos de todos y de todas.