Hay algo todavía más inquietante: a diferencia de 2011, la violencia hoy nos deja impávidos. No hay un movimiento o expresión articulada que plantee una agenda viable para poder, eventualmente, encontrar la salida a la cárcel de crueldad. Nos hace falta un Javier Sicilia, un Julián LeBarón, y muchos otros que engrosaron las caravanas por la paz que, movidos más por la intuición que por la estrategia –dicho por los propios líderes–, lograron cambiar la conversación de entonces.
¿Hoy quién toma la palabra? ¿Quién interrumpe el monólogo del poder? Entre 2011 y el presente se diluyeron los reclamos, se debilitaron los grupos que querían impulsar un enfoque distinto en materia de seguridad. Perviven la crítica desesperada –que también sirve, por supuesto– y los grupos de víctimas que con esfuerzos desarticulados buscan justicia, reparación o, al menos, saber cómo y en dónde acabaron los suyos. Pero esto no es suficiente para mover la voluntad política hacia un espacio que permita repensar cómo hacemos frente al tremendo reto.
Pienso que para devolverle dignidad a esta nación necesitamos ciudadanos dignos. Y esto implica que los mexicanos nos reconozcamos como sujetos de derechos y con legitimidad de sobra para intervenir en lo público y articular exigencias claras a los gobiernos. Sin ese tipo de ciudadanía, no esperemos un cambio de rumbo.