Se cumple un lustro de los trágicos acontecimientos ocurridos en el municipio de Iguala, en el caso Ayotzinapa. Las heridas son muchas, profundas y continúan abiertas. Lo ocurrido entre el 26 y 27 de septiembre de 2014 se convirtió en el retrato icónico más descarnado de una realidad nacional marcada por la violencia, la corrupción y la más rampante impunidad de la que tengamos memoria.
Las víctimas del caso y la sociedad mexicana tienen derecho a que las investigaciones sean replanteadas desde los cimientos, que se recupere lo consistente y se obtenga la información que no fue obtenida, por múltiples razones* en las anteriores fases. Piezas clave son los dos informes del GIEI, los del Mecanismo de Seguimiento creado por la CIDH y el realizado por la Oficina del Alto Comisionado de Derechos Humanos de Naciones Unidas. Fundamentales serán las declaraciones ampliadas o nuevas de todos aquellos que estuvieron involucrados. Los incentivos que permite la ley y un nuevo contexto político y judicial hacen abrigar un mínimo de esperanza para que los que antes no dijeron lo que sabían, por razones diversas, hoy encuentren condiciones nuevas para hablar. ¿Es ingenuo pensar que -más allá de las recompensas que existen, desde octubre de 2014, y que siguen vigentes- la gente que sabe cómo sucedió todo y qué pasó con los estudiantes esté hoy dispuesta a hablar, ofrecer evidencias y colaborar? Una enorme cantidad de gente estuvo de una u otra forma involucrada en esta trama criminal: autoridades municipales, federales, Ejército, criminales, ciudadanos. Personas, al fin y al cabo que, si se desarrollan las condiciones propicias -legales, procedimentales y de conciencia-, podrían y deberían abrir la puerta para conocer la verdad.