Por estas razones, me gusta la idea de una amnistía. Que quienes nunca debieron estar en prisión, tengan la posibilidad de salir de ahí. Seguramente la idea no será popular, porque nos hemos comprado el argumento de que más prisión equivale a más seguridad. Recuerdo con nitidez los argumentos del exjefe de gobierno de la Ciudad de México, quien señalaba a las preliberaciones de internos como la causa del aumento del delito en nuestras calles. Pero debemos reconocer que en el país se aplica la medida punitiva más extrema a infracciones o delitos que no lo ameritan. Entre otras cosas, por una razón: no hemos desarrollado un esquema de sanciones distinto a la cárcel. Sancionamos casi todo con la privación de la libertad. Sin reparar en sus costos.
El problema, me temo, es que dicha ley atiende los síntomas; lo que el sistema produce, por decirlo de alguna manera, no las causas. En este sentido puede ser un paliativo, pero no una solución.
Nuestro sistema de justicia tiene tan pobres capacidades que lleva a la cárcel, precisamente, a los más vulnerables. Fabrica culpables o abusa de quienes no tienen medios para defenderse. Se ensaña con ellos. Y tristemente usa sus recursos, que no sobran, en la persecución y sanción de delitos menores. La Ley de Amnistía es un mea culpa del Estado mexicano de cara a sus víctimas. Y es muy bueno que reconozca sus abusos. El problema es que no se crean las garantías para dejar de reproducir las injusticias. La Ley de Amnistía debería estar acompañada de un compromiso decidido por impulsar el nuevo modelo de justicia.
Sin embargo, junto con la Ley de Amnistía tenemos la ampliación de delitos que ameritan prisión automática (la preventiva oficiosa) y se discute cómo ampliar el catálogo aún más. Junto a la Ley de Amnistía también parece que se formula una reforma al Código Nacional de Procedimientos Penales para regresarles poder a los ministerios públicos, ante la incapacidad de desempeñarse adecuadamente frente a los estándares del nuevo sistema acusatorio. Podríamos estar frente a una contrarreforma hecha y derecha. Y el gobierno federal podría estar escenificando a un acto de completa hipocresía.
Para poder aplaudir la Ley de Amnistía -que tiene méritos, sin duda- habría que vislumbrar también un liderazgo claro a favor de la transformación de la justicia en este país, capaz de darle el lugar que le corresponde para saldar deudas con víctimas del pasado y del presente, y de convertirla en el cauce a través del cual se procese la conflictividad de este país. Por las acciones que emprende, veo que el presidente está influido por personas que ostentan ideas contrastantes: las de mano dura, que no repara en los derechos, y las que ven en las reformas de la justicia una vía para garantizar acceso a la misma. El presidente tendrá que decir por cuál de los caminos opta. Porque como dice el dicho, no se pude estar bien con Dios y con el Diablo, y el presidente todavía no decide con quién estar. Con la Ley de Amnistía muestra su sensibilidad frente a la injusticia. Ojalá que ésta prevalezca y se convierta en un impulso que lleve a consolidar el nuevo modelo de justicia penal.