Ayotzinapa marcó al país: develó el México de la macrocriminalidad y la corrupción, de los contubernios entre las autoridades policiales y políticas con el crimen organizado, de los territorios sujetos al control criminal y de instituciones públicas que forman parte de la delincuencia. Sólo así se explica un entorno que posibilitó la vulnerabilidad extrema de las víctimas y luego una tragedia del mayor calado: personas ejecutadas y estudiantes desaparecidos a plena luz del día en una ciudad.
En junio de 2018, el Primer Tribunal Colegiado de Circuito de Reynosa, Tamaulipas, emitió una sentencia histórica que dio origen a la Comisión Presidencial creada por AMLO para el caso. Los magistrados concluyeron que la PGR no hizo una investigación imparcial e independiente y que se habían cometido graves irregularidades, como la elaboración de pruebas ilegales que debían ser eliminadas del caudal jurídico. Pasó un año y dos meses desde esta resolución y la PGR y la hoy FGR no han podido reconfigurar las acusaciones. Tan mal hecha está la investigación que no presentaron nuevas pruebas que evitaran que personas como López Astudillo salieran en libertad a pesar de haber delinquido de manera evidente.
Hoy, el caso Ayotzinapa cuenta con un andamiaje institucional inédito. Existe una Comisión Presidencial, una Fiscalía Especializada dentro de la FGR y asistencia técnica internacional a cargo de la CIDH y la ONU, lo que ha posibilitado el regreso de dos de los expertos del GIEI. No hay duda de que este andamiaje es expresión de voluntad del nuevo gobierno, pues suma recursos políticos del mayor nivel con recursos jurídicos y presencia internacional. El gran reto de este andamiaje es romper con prácticas de instituciones podridas que privilegian intereses oscuros y que se materializan en la máxima impunidad.