La operación adecuada del sistema necesita de un Estado que funcione menos de forma paternalista y más como un gestor de los conflictos, que entienda su nuevo papel, los nuevos fines del sistema y que ajuste su actuación a las nuevas reglas. Hasta ahora, los mensajes desde el Gobierno evidencian que hay una reticencia a ajustarse a las nuevas expectativas; el ejemplo más claro es la reciente expansión del catálogo de delitos con prisión preventiva oficiosa.
En este contexto, los anuncios de reformas para “corregir” el modelo esconden intenciones de disminuir los estándares de desempeño para los operadores y amenazan con repetir precisamente lo que pasó con el modelo inquisitivo: distorsionar sus fines (10). Como país, ya conocemos las consecuencias de solapar la indolencia de las autoridades; lo hicimos con el antiguo modelo y terminamos con una justicia disfuncional. El modelo acusatorio tiene aún muchas promesas incumplidas, pero sólo las satisfará si le garantizamos condiciones para que se logren sus fines y atendemos el mayor pendiente del proceso de transición: transformar las expectativas del ciudadano frente al sistema y transformar la idea del Estado respecto de sus propios objetivos (11). Aunque se ha intentado desde distintos frentes, debemos asumir que las acciones han sido insuficientes y que se deben redoblar esfuerzos. De lo contrario, si permitimos reformas innecesarias al modelo acusatorio, corremos el riesgo de terminar donde empezamos.