La pregunta que parece flotar en el ambiente es: si en la investigación penal más escrutada a nivel nacional e internacional en mucho tiempo en México hay abundante evidencia de la comisión de tortura impune –incluyendo el extremo de una posible ejecución arbitraria como consecuencia- y la manipulación de información, ¿qué puede esperar una persona que no tiene acceso a la denuncia pública y a los medios de comunicación? ¿Puede una víctima confiar en que la persona detenida que se le presenta es efectivamente la responsable de cometer el delito y lo realizó de cierta forma, o es una persona obligada a “confesar”, o a imprimir sus huellas en un arma, o a incriminar a otro, o a callar información comprometedora? ¿Puede una persona torturada, por su parte, confiar en que las instituciones encargadas de velar por sus derechos lo harán exhaustiva y diligentemente, sin desviar responsabilidades?
Sin duda, la entrada en vigor en 2017 de la Ley General para Prevenir, Investigar y Sancionar la Tortura y otros Tratos Crueles, Inhumanos o Degradantes representó un enorme avance a nivel legal. Los retos de su implementación siguen siendo grandes; para la sociedad, principalmente, el persistir en la denuncia y la diaria exigencia de su cumplimiento; para las autoridades, la capacitación, la independencia de las instancias investigadoras y periciales y, sobre todo, las acciones que demuestren que esta práctica no se tolerará, encubrirá ni fomentará.