El 18 de junio de 2008 se publicó la reforma constitucional en materia penal. Es decir, mañana se cumplirán 11 años desde que emprendimos una carrera que se apreciaba desafiante: la transformación del sistema de justicia penal.
Hoy estamos lejos de alcanzar la meta. La transición se encuentra desamparada. Ninguna institución ni liderazgo han tomado las riendas del proceso para asegurar un impulso homogéneo, constante y efectivo. Como resultado, existen amplias asimetrías entre instituciones y niveles de gobierno. Prevalecen prácticas que buscábamos desarraigar, disfrazadas con nuevos nombres y supuestos legales. Sus resultados son incipientes y la impunidad es casi generalizada. En la fotografía del país vemos un sistema rebasado, que ofrece justicia para pocos y que no ha logrado aislarse de presiones políticas. Esto no es responsabilidad de los principios del sistema acusatorio, más bien es reflejo de un desempeño deficiente y un proceso inacabado.
Sin embargo, en los claroscuros existe esperanza. Se han reducido los riesgos de tortura y corrupción. Es más probable que víctimas y procesados sean tratados como iguales en derechos. Los controles judiciales y la equidad entre operadores han funcionado como contrapesos. Los efectos positivos confirman que es una transformación por la que vale la pena luchar.
Sin embargo, también observamos con preocupación la construcción de una narrativa en pro de las víctimas y en contra de la impunidad. Un discurso basado en la dimensión de la cifra negra y en la llamada ‘puerta giratoria’, que sugiere que los derechos de las víctimas y de los procesados son un juego de suma cero. No lo duden: bajo la construcción del discurso existe una amenaza real. Es la justificación de un régimen de mano dura, que privilegia la restricción de libertades y vulneración de derechos como medida para mejorar las condiciones de seguridad. ¿Quiénes son los que más pierden? Los procesados. Aquellos individuos que ante los ojos de la justicia son culpables del delito, y que seguirán su proceso privados de la libertad para después ‘comprobar’ su inocencia. Cualquiera de nosotros puede ser ese procesado.