El pasado 12 de abril se publicó en el Diario Oficial de la Federación la reforma al artículo 19 constitucional, que amplía el catálogo de delitos considerados como “graves” y que ameritan prisión preventiva oficiosa. Destacan dos relacionados con corrupción: enriquecimiento ilícito y ejercicio abusivo de funciones. Una de las razones argumentadas por el legislativo para aprobarla fue que con esto pretenden desalentar los actos de corrupción. Sin embargo, ampliar la prisión preventiva oficiosa no es una medida efectiva para lograrlo, pues el combate efectivo de la corrupción requiere transformaciones estructurales, que van más allá de mantener presas a las personas mientras se resuelve su caso.
Tampoco existe una relación directa que señale que a más personas detenidas menos delitos. Según un análisis de México Evalúa, en la mayoría de las entidades el aumento de la prisión preventiva no ha reducido la incidencia delictiva [5]. Por el contrario, hay evidencia de que aumentar el número de personas detenidas genera otros efectos negativos, como incrementar la tasa de hacinamiento penitenciario, la selectividad en el sistema de justicia –pues las personas en prisión son mayormente de bajos ingresos y alto grado de marginación-, y los costos de mantenimiento penitenciarios; circunstancias que generan otras violaciones a los derechos humanos de quienes se encuentren en prisión. De acuerdo con datos de la Comisión Nacional de Seguridad, en septiembre de 2018, 38 por ciento de las personas recluidas en México – es decir 77 mil 324- aún no habían sido sentenciados y la prisión preventiva oficiosa podría agravar este contexto [6].