En los días que corren, mucho se habla de las consultas ciudadanas. El presidente de la República ha convocado a realizarlas para definir lo que debía hacerse con el Nuevo Aeropuerto, el llamado Tren Maya o la termoeléctrica de Huesca. Ha dicho, también, que será conforme a ellas como se defina la suerte procesal de los expresidentes de la República. Ante la probabilidad de que este mecanismo sea utilizado con frecuencia en acciones de la mayor importancia, vale la pena analizar sus condiciones en nuestro país.
La primera gran distinción que conviene hacer es entre las consultas que llamaremos jurídicas y las que bien podemos denominar políticas. Las primeras son aquellas que se encuentran previstas por alguna norma del derecho nacional o por algún tratado internacional suscrito por México y, por lo mismo, obligatorio. Las segundas son aquellas que se hacen por quien ejerce el poder político, sea éste el presidente de la República, un gobernador o cualquier otro tipo de funcionario federal, local o municipal, sin sustento expreso en el propio derecho.
Cuando los servidores públicos convocan a una consulta política, pueden tener en mente una gran cantidad de motivos. Adquirir popularidad, transferir responsabilidades, mantener una retórica o una imagen, o prácticamente lo que quieran. Consultar en tales situaciones es tan objetivo y tan respaldado jurídicamente como visitar a un brujo o tirar volados, desde luego más allá de las parafernalias realizadas para satisfacer a las clientelas o mantener las condiciones simbólicas de ejercicio del poder. Sin embargo, y terminado el espectáculo consultivo, la decisión tomada deja atrás este plano y se hace derecho. Se hace norma o acto jurídico. A partir de ese momento, y con independencia del proceso auscultativo y de sus vicios y sus virtudes, habrá de jugar el juego del derecho.