Los días pasan y los desaparecidos crecen. Se sabe que hay fosas con restos, pero no a quiénes pertenecen. Sabemos que hay cuerpos amontonados, pero no conocemos sus nombres. Tenemos algunos pobres registros, pero no sabemos cómo relacionarlos. Hay muestras genéticas, huellas dactilares o placas dentales, pero no correspondencias. De un lado, nombres, de otro, datos. En el medio, pocas técnicas, pocas capacidades, pocos esfuerzos continuados y metodológicamente dirigidos. Los desaparecidos podrán no aparecer, o hacerlo de un modo indiciario y ambiguo, y ello será motivo de vergüenza para quienes estuvieron y están en el poder. Su incompetencia generará que muchos destinen su propia vida a la búsqueda de los suyos, que definan su existencia en la obtención de un cuerpo o un dato.
Los desaparecidos muestran bien las intersecciones del momento político actual. Evidencian que los gobiernos federales y locales están interesados en dominar el presente mediante la apropiación del pasado, pero son incapaces de imaginar el futuro y trazar el modo de alcanzarlo. ¿Qué se hace para generar métodos y acciones para buscarlos con juicio y técnica, para identificar, entregar y posibilitar duelos? El marco normativo da las bases para moverse, para generar otras normas, capacitar y actuar. No hay, ni ha habido, sin embargo, eso que chocantemente se ha llamado voluntad política. La identificación de un objetivo concreto, el deseo de lograrlo y el esfuerzo sostenido para alcanzarlo. Los desaparecidos no son lo único que la política actual está dejando de lado, pero sí un claro y doloroso ejemplo de lo que bajo palabras y palabrerías se está dejando de hacer. Los desaparecidos también son pueblo. Su lastimosa ausencia nos lo recuerda a diario, pero su incapacidad de votar y agregarse a la masa pareciera hacerlos prescindibles, finalmente, desaparecibles.