El kit de detención fue un recurso muy utilizado entre las fuerzas de seguridad antes de entrar en vigor el Sistema Penal Acusatorio, y básicamente aplicaba para detenciones en supuesta flagrancia. Contenía un arma de grueso calibre y una cantidad de drogas, “aseguradas” después de una persecución. Eso garantizaba la detención preventiva de una persona hasta el final del juicio, fuera o no responsable.
Eso se llama “prisión preventiva oficiosa”.
El Nuevo Sistema de Justicia Penal o de juicios orales buscó terminar con ello, profesionalizar el combate al delito y que sólo estuvieran en prisión aquellos que hubieran cometido ilícitos verdaderamente graves, por lo que se estableció un reducido catálogo de éstos en el artículo 19 de la Constitución. Sin embargo, lo que aconteció fue que las policías y los fiscales nunca se profesionalizaron, y que en el caso de los delitos federales, los cuerpos armados no habilitados para funciones policiacas, léase Fuerzas Armadas, constantemente incurrieron en detenciones irregulares bajo la figura de la flagrancia, propiciando la invalidez de éstas.
El sistema no es el fallido, sino los operadores.
Frente a ello surge lo que suele llamarse populismo penal: Ante la ineficacia de garantizar la seguridad a los ciudadanos, los gobiernos recurren a aumentar las penas de los delitos o aquellos que ameritan cárcel, para tratar de atenuar el descontento social. Con ello, los jueces de control se convierten en meras figuras de trámite.
Prendamos las alertas, porque es justamente lo que acaba de aprobar el Congreso de Unión hace unos días y muy probablemente lo hagan los congresos locales. El aumento de personas privadas preventivamente de su libertad puede registrar un alza que se había logrado atenuar hace tiempo.
El populismo judicial debe evitarse y evidenciarse, porque sólo conduce a poner en riesgo los derechos humanos.