En un país violentado, con cerca de 220.000 personas asesinadas y más de 40.000 desaparecidas durante los últimos doce años, la situación de los periodistas no es muy diferente a la realidad de la población en general. Todos vivimos en riesgo de estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Pero a los reporteros, la esencia misma de nuestro trabajo —narrar y mostrar— nos pone en un estado de mayor vulnerabilidad. Sobre todo en lugares donde no hay frontera entre crimen y gobierno. Simulación e impunidad completan el panorama.
Tampoco ayudan las empresas periodísticas: en la mayoría de los casos no protegen a sus trabajadores ni miden las consecuencias que tendrá la información que nos piden conseguir o publicar. Algunas incluso se han negado a pagar los féretros de sus trabajadores asesinados.
Después de sentir la muerte tan cerquita, vuelvo a preguntarme cómo podremos hacer para protegernos, para que ya no crezca el enorme cementerio de colegas. Creo que, sin dejar de exigir garantías a empresas y gobiernos, también podemos buscar la respuesta en nosotros mismos. Investigar y publicar sobre nuestros asesinados y desaparecidos; seguir nombrando a quienes faltan; poner palabras a las amenazas; acompañarnos y no callar. Seguir organizándonos para salir de la frustración, el miedo y la culpa: porque no buscamos la muerte, hacemos nuestro trabajo.