La garantía de no repetición de violaciones de derechos humanos, como la tortura, es una exigencia primordial de la CoIDH. En este caso, el Estado, condenado por incumplir sus obligaciones acerca del uso de la fuerza, deberá en el curso de dos años profesionalizar a los cuerpos policiales en “asuntos de género” y en el uso adecuado y legítimo de la fuerza, así como crear un “mecanismo para medir la efectividad de instituciones o políticas implementadas por el Estado para regular o monitorear el uso de la fuerza” y un observatorio independiente que dé seguimiento a la rendición de cuentas y al monitoreo de las policías federal y mexiquense, con información abierta.
En el contexto actual, esta exigencia de normar y controlar la actuación de las Fuerzas Armadas, evaluarla y mantener informada a la sociedad debería obligar al Ejecutivo y al Congreso a reconsiderar la creación de la Guardia Nacional y la militarización continua de la seguridad pública. Si para enfrentar protestas sociales (o lidiar con población civil) sin violar y torturar, las policías deben haberse formado con perspectiva de género y derechos humanos y si el uso de la fuerza armada debe ser excepción, ¿por qué aumentar el riesgo de nuevos Atencos o Tlatlayas? ¿Qué sentido tendrá, por ejemplo, que el Estado pida perdón a las víctimas si no garantiza que otras vivan el mismo infierno? Ni ellas ni otras merecen otro acto de simulación y violencia institucional. La pantomima de la petición de perdón en el caso del feminicidio en Ciudad Juárez es un pésimo precedente que no se debe repetir.