México necesita urgentemente mejorar su seguridad pública La tortura es, precisamente, la antítesis de lo que se requiere. Es un delito que permite encubrir otros ilícitos. Ayotzinapa, Tlatlaya y otros casos recientes han demostrado que la tortura no conduce a la verdad. Obliga a víctimas a decir lo que sus torturadores desean escuchar, a fin de hacer cesar un tormento intolerable. Las víctimas confiesan delitos que nunca cometieron. Acusan —o exoneran— falsamente a terceros. Luego se juzga a personas inocentes, mientras que los verdaderos responsables siguen en libertad. Es decir, la tortura perpetúa la misma impunidad que permite que proliferen el crimen y los abusos.
Es crucial que López Obrador extraiga varias lecciones de lo ocurrido en Ayotzinapa. La primera es la necesidad urgente de establecer una fiscalía autónoma que tenga la capacidad y la determinación necesarias para llevar a cabo investigaciones serias de, como mínimo, las más graves atrocidades cometidas por integrantes de las fuerzas de seguridad y la delincuencia organizada. Este importante objetivo debería guiar la actuación del presidente electo en el proceso de crear una nueva fiscalía federal.
Una segunda lección es que, para que haya investigaciones serias de las atrocidades y otros delitos graves —y, por ende, para que la nueva fiscalía tenga éxito— será necesario combatir y erradicar la tortura. Esto requiere la implementación plena y enérgica de la nueva ley sobre tortura —entre otros, para asegurarse de que el registro nacional de casos y la fiscalía especializada funcionen con la mayor eficacia. Aunque la ley sobre tortura exigía que la PGR tuviera la infraestructura necesaria para operar el registro nacional en diciembre de 2017, la PGR nos informó en agosto de 2018, ocho meses después la fecha límite, que esta tarea todavía estaba pendiente. Tampoco se ha emitido el programa nacional en contra de la tortura que exige la ley.
Una tercera lección que se infiere de Ayotzinapa concierne al papel vital que han tenido tres tipos de actores para poner de manifiesto el manejo deficiente del caso por parte del Estado: las familias de las víctimas, las organizaciones de la sociedad civil locales y los investigadores internacionales. La «verdad histórica», ya desacreditada, habría prevalecido casi indefectiblemente de no ser por los esfuerzos incansables de las familias de las víctimas exigiendo respuestas, la orientación y la asistencia legal que les brindaron organizaciones de derechos humanos locales para que sus pedidos fueran escuchados, y las investigaciones de expertos internacionales, así como de otras organizaciones de la sociedad civil. El próximo gobierno debería aceptar y promover la participación continua de todos estos actores, a fin de erradicar la tortura y la impunidad asociada con este delito en México.