Es sabido que la prohibición no ha logrado que las dosis dejen de llegar a los consumidores; ha logrado, en cambio, que el mercado de las drogas se diversifique, se exprese en un amplio crisol de sustancias, algunas de las cuales representan una dañosidad varias veces mayor que la de la mariguana o la cocaína. Ha logrado que el mercado se localice, fomentando el llamado narcomenudeo. Ha logrado que los grandes carteles se fragmenten y que diversifiquen también sus actividades ilícitas hacia la extorsión, la piratería, el secuestro. Ha logrado una absurda guerra plagada de muertos, miles más de los que habrían perdido la vida por consumir drogas. Hizo crecer las fortunas de muchos al punto de que hoy, difícilmente se puede separar el dinero limpio del sucio. No por casualidad, un grupo importantísimo de epidemiólogos publicó en la prestigiada revista The Lancet un reporte en el que calificó a la guerra contra las drogas como el principal riesgo para la salud —y la vida y la libertad, habría que añadir— en nuestro país.
Hoy, sin embargo, esa condena a las drogas parece estar cediendo terreno a la promesa de un jugoso mercado de millones de prístinos dólares, legales desde luego, y beneficiarios de una industria que asentará sus reales, como hace treinta años fuese predicho, en los países centrales.
La ceguera ante esta nueva realidad a la que se aproxima la historia de las drogas, solo seguirá produciendo violencia y creo que, hoy, más que nunca, habría que darle la espalda al prohibicionismo, so pena de seguir aportando los muertos.