El caso Ayotzinapa representa, como pocos, el compendio de conductas criminales y vacíos institucionales propios de un Estado fallido. Una investigación profunda y verdadera, que es lo que se espera de quienes en breve asumirán el gobierno, podría alcanzar niveles insospechados. Dependerá de cómo se constituya la Comisión y del papel que jugarán expertos nacionales e internacionales cuyo propósito no podrá ser otro que recomponer el Estado de derecho.
El caso Ayotzinapa se perfila, con velocidad, hacia los territorios de la justicia transicional, ahí donde se contemplan y permiten mecanismos que buscan destrabar todo aquello que ha quedado colapsado dentro de un Estado. Un país sometido a periodos largos de corrupción, violencia extrema y violaciones masivas a los derechos humanos, como tristemente ha ocurrido en México, tiene que plantearse una salida definitiva frente a todo aquello que ha sido socavado.
La resolución, esclarecimiento y fincamiento de responsabilidades en el caso Ayotzinapa deben ser la piedra de toque de los compromisos que asumió esta semana el futuro gobierno de México. La complejidad es enorme. Lo que ya ha quedado fincado en el abigarrado procesamiento de los hechos tiene un valor judicial que ha entrado, ahora, en una nueva dinámica. Paulatinamente se abre la puerta de salida a quienes, hasta ahora, se les había mantenido presos e imputados en el marco de la verdad histórica que ya no se sostiene con nada. Apenas esta semana, un juez federal dejó en libertad a ocho presuntos integrantes de la banda Guerreros Unidos que, en su momento, confesaron haber participado del secuestro, asesinato y quema de los 43 estudiantes normalistas. El juez los liberó por falta de elementos incriminatorios. ¿Participaron de otra manera? ¿Saben ellos dónde están los muchachos? ¿Colaborarán en el marco de una Comisión de investigación de la verdad, ahora que han sido liberados?