Gladys* caminaba despacio, hablaba lento, parecía enferma. Su rostro lucía cansando, triste, desanimado. Había días en que manifestaba esperanza por encontrar a sus nietos y otros se sumergía en un dolor profundo por la desaparición de ellos, su hijo y su nuera. Desde ese momento, cinco años atrás, dejó de dormir, de comer. La búsqueda sin respuestas la había agotado a tal punto que se sentía muy débil.
Esta abuela y madre es una de los tantas pacientes, la mayoría mujeres, que atiende Médicos Sin Fronteras (MSF) de manera recurrente en el proyecto que promueve un modelo de atención integral (médica, psicológica y social), dirigido a sobrevivientes de violencia y violencia sexual en Reynosa, Tamaulipas, uno de los Estados al norte de México con mayor desaparición forzada. Esto, “debido al contexto de violencia que se vive en la zona fronteriza”, dice Juan Carlos Arteaga, referente de salud mental de MSF en México y Honduras.
Y es que, según Valdivia, la pérdida de sueños es uno de los síntomas que presentan este tipo de pacientes, junto con la falta de apetito, el desánimo y la tristeza profunda. “Es como un dolor latente –agrega–. Una tortura diaria porque no saben qué ha pasado con su ser querido, no saben si sigue vivo, o en qué circunstancia está. Son preguntas y pensamientos que vienen a ellas constantemente”.