Si en 1968 la Marcha del Silencio fue para protestar contra Díaz Ordaz, este 13 de septiembre de 2018 la denuncia fue más lejos porque las violencias en México se han multiplicado.
El promedio de edad ronda los 20 años. Al principio corean en desorden consignas que los identifican a partir de su centro de estudios: allá los de la UAM, luego los de la Facultad de Economía, también van los futuros ingenieros y hasta un niño en carriola que carga una pancarta: «Fuera porros de mi futura escuela.» Cuando el contingente cruza Circuito Interior se elevan los puños y una que otra «V» de victoria. Se hace el silencio.
Son casi las siete de la tarde y se llega al cenotafio de los 43. Ha dejado de llover y Reforma mira un luminoso atardecer. Comienza la cuenta: uno, dos, tres, cuatro… hasta completar el número de los desaparecidos en Iguala. A partir de ese momento, la marcha olvida otra consigna y otro propósito.
Son 43 los dolores que necesitan reclamar, y en esa cifra se abarcan todas las demás: la de los porros, la que sufren las mujeres, la que padecen los adolescentes criminalizados, la que reclaman los maestros desposeídos de sus derechos laborales.
El resto de la marcha ya no será en silencio. Denunciar Ayotzinapa no puede hacerse con la boca cerrada.
*Con información e imagen de El Universal