Vivimos en el reino de las «verdades oficiales». De las «verdades históricas». Es decir, a la sombra de los relatos ensamblados por el poder -y desde el poder- en su propio beneficio. Adueñándose de este vocabulario pretendidamente técnico, las autoridades nos han impuesto, una y otra vez -de Tlatelolco, hace 50 años, a Ayotzinapa o Tlatlaya-, narrativas diseñadas con el único fin de enmascarar la realidad, defender sus intereses particulares y ocultar su corrupción, sus errores y sus vicios. Valiéndose de todos los medios -y, en particular, de los medios-, se han empeñado en silenciar las voces discordantes para instaurar una verdad que es, apenas, su verdad.
En pocos ámbitos esta pulsión ha sido tan extrema como en la seguridad pública y la justicia. Desde el inicio de la ‘guerra contra el narco», en 2006, el gobierno se obstinó en asentar una sola forma de contar los hechos, la misma que continuamos repitiendo desde entonces de modo acrítico. Encerrados en esta burbuja conceptual, políticos, policías, ministerios públicos, jueces, e incluso académicos y periodistas se han mostrado incapaces de erradicar los perniciosos términos de esta narrativa bipolar, basada más en un arraigado prejuicio ideológico que en un diagnóstico meditado del conflicto. Por ello, lo primero que debe intentar el nuevo gobierno mexicano es abandonar por completo esta narrativa – con todas sus verdades históricas u oficiales- para intentar rescatar la pluralidad de historias sepultadas bajo sus escombros.
Se necesita un auténtico ejército, pero esta vez de activistas, periodistas, académicos y escritores dispuestos a sumarse a esta agotadora tarea de contar lo ocurrido durante estos años de pólvora y sangre. Conocer mejor las historias individuales de todas estas personas -nunca olvidemos que lo son- y de sus familias es un ejercicio imprescindible, previo a cualquier reconciliación y a cualquier perdón, que permita rescatar la verdad conformada por todas esas verdades parciales. Solo así, escuchando atentamente cada historia, podremos aspirar a una auténtica justicia.